Índice

Nota al Margen

Una Carta Meridional

I. El Fin de la Ilusión

II. El Escenario y el Latido del Sur Profundo

III. Las Heridas Abiertas de los Pueblos

IV. El Repliegue de los Portadores

V. La Bancarrota Política de las Dicotomías

VI. La Hora de la Transformación

VII. El Clamor de las Soberanías

Soberanía Epistemológica: Pensar el Mundo desde el Sur

Soberanía Ecológica: Regenerar y Prosperar

Soberanía Tecnológica: Conducir sin Reproducir

Soberanía Educativa: Equilibrar e Incluir

Soberanía Cultural: Preservar sin Estancar, Transformar sin Traicionar

Soberanía Sanitaria: Derecho y Trinchera

Soberanía Alimentaria: Nutrir y Emancipar

Soberanía Energética: Autonomía y Futuro

Soberanía Económica: Del Extractivismo al Valor

Soberanía Infraestructural: Tejer Territorios, Unir Destinos

VIII. El Despertar de la Ciudadanía

IX. El Realineamiento Meridional

X. El Tiempo de Soñar en Marcha

Un amigo mío—de esos escasos que acompañan toda una vida sin compartirla—me pidió, con la seriedad que solo concede la confianza fraterna, mi visión sobre los acontecimientos del mundo y sus posibles derivas. Le respondí con una carta. Y de ella surgió Una Carta Meridional.

No seré yo quien pretenda presentar lo evidente como si fuera revelación: la velocidad de los desarrollos recientes en los asuntos mundiales es tan vertiginosa, y los acontecimientos a menudo tan contradictorios, que cuesta seguir el curso y, más aún, descifrar las implicaciones profundas o articular un análisis coherente que no sea inmediatamente desmentido por los hechos del día siguiente. Para el ojo perspicaz y la mente preclara, algunas dinámicas subyacentes tal vez se dejen ver con claridad, a pesar de la niebla. Pero no me adjudico tales dotes. Si algo he logrado, ha sido más por obstinación que por lucidez; más por la terquedad de mantenerme en pie frente a la adversidad que por alguna virtud particular que pudiera reclamar como propia.

Claro está, si hemos de guiarnos por la proliferación incesante de autoproclamados expertos y líderes de opinión, pareciera que el talento ha dejado de ser requisito para pontificar. Bastan la seguridad del tono y cierta fluidez en la jerga técnica para que muchos asuman con naturalidad el rol de oráculo. Pero nunca ha sido ese mi destino, ni mucho menos mi aspiración.

Así que el texto que está a continuación no debe entenderse como una evaluación definitiva, y mucho menos como una tesis completa. Quizás un día lo desarrolle en algo más exhaustivo y coherente—ya que, inconforme que soy por naturaleza, me siento insatisfecho por algunas simplificaciones y omisiones. Sin embargo, por ahora, es apenas una serie de apuntes—unas veces dispersos, otras tal vez contradictorios—reunidos bajo el abrigo de una convicción que no ha flaqueado: la de que nuestra causa meridional, pese a todo, es justa.

Tal vez para algunos dije más de lo que la prudencia aconseja; quizás no lo suficiente para otros, los que preguntarán: ¿dónde están los proyectos concretos, los calendarios, las cifras?

Ambos reclamos pueden tener razón.

Pero a quienes piensan que he ido demasiado lejos, les diría con franqueza: no he dicho aquí nada que no haya dicho antes, de otro modo, en otro momento. Padezco muchos defectos, pero no cargo con el de atribuirme la virtud celestial de la infalibilidad, ni mucho menos con la mancha moral de la falsedad. Mis convicciones no son de ocasión, ni mis palabras flor de un día. La única diferencia es que, esta vez, he reunido en un solo hilo lo que antes estaba disperso. Esta es mi visión personal—no un mandato oficial, ni una línea institucional.

Si, al ser revelada en su conjunto, se considera inaceptable por quienes me confiaron esta responsabilidad; si, al exponerla así, resulta discordante con lo que nuestros Miembros esperan de quien hoy les sirve, lo entenderé sin agravio. Porque nuestra familia de Naciones merece ser guiada por alguien cuya visión comparta. Esta es la mía.

Llevo cinco años al frente de nuestra queridísima Organización de Cooperación del Sur; me quedan tres. He acompañado a esta Organización—he luchado por ella, he quedado mal por ella, me he entregado entero a ella—desde que era apenas un anhelo. He visto sus raíces echarse, sus primeros frutos brotar.

Y creo que puedo dar aún más, que tengo todavía fuerzas y claridad para aportar. Pero también creo, con convicción plena—tal como lo he dicho en otros momentos—que los cementerios están llenos de quienes se creyeron indispensables. No cometeré ese error.

A quienes, por el contrario, me reprocharán excesiva abstracción, les concederé razón sin reservas: esta carta no fue escrita como plan de gobierno, sino como reflexiones e impresiones en un momento de desordenamiento global. Pero en lo institucional, no he faltado a mis deberes programáticos. Ahí está el historial, con todo lo que tiene de logro y de error; lo hecho, con sus luces y sus carencias, está a la vista. ¿Fueron nuestros proyectos suficientemente ambiciosos? En espíritu y alcance, sí. En ejecución, no siempre. Pero denme los medios—o al menos el respaldo—y no prometo el éxito, pero sí la entrega absoluta a tan noble empresa.

Y aún hoy, al compartir estas palabras, no las presento como dogma, ni como plan programático, ni mucho menos como tabla de salvación. No es una proclama ni un manifiesto. Es, apenas, una invitación. Debátanla. Desarróllenla. Refútenla. Ignórenla, si quieren. No hay coacción aquí, solo una provocación fraterna a pensar juntos el porvenir y, quizás, forjarlo. Pero esa decisión no me corresponde a mí, sino a cada uno, según sus convicciones y compromisos.

El resto—y lo afirmo con la mismísima convicción con que escribí la carta original desde un rincón de Adís Abeba—pertenece íntegramente a nuestros Pueblos: serán ellos quienes elijan entre el silencio o el destino.

Manssour Bin Mussallam

Adís Abeba, el 1º de Mayo de 2025, a las 02:04

Cada generación, dentro de una relativa opacidad, tiene que descubrir su misión, cumplirla o traicionarla.

y hay quienes se desmueren
y hay quienes se desviven
y así entre todos logran
lo que era un imposible
que todo el mundo sepa
que el Sur también existe

APUNTES DESDE EL CLAROSCURO MUNDIAL

A:

Quienes Se Niegan A La Resignación
Club de los Inconformes,
GRAN SUR

El orden mundial hegemónico alcanzó, durante las últimas tres décadas, una hazaña de proporciones singulares: logró reinar sin interrupción mientras se agravaban las desigualdades, se desmantelaban nuestros contratos sociales y se devastaban los equilibrios ecológicos que sostienen la vida. Y, sin embargo, bajo su influencia, llegamos a creer—con una convicción casi mística—que el fin de la Historia era más verosímil que el fin de ese mismo sistema; que la extinción de la Humanidad era más probable que su transformación; que la aniquilación del mundo era, en última instancia, más factible que la caída del orden que nos empujó al abismo.

Ya no es así. Esa ilusión ha sido finalmente disuelta. Pero no por los mártires, ni por los poetas, ni por los líderes proféticos—sino por el propio ocupante del trono. Fue el presidente de los Estados Unidos quien provocó, en un acto sin premeditación quizás, la evaporación de la certeza en la eternidad del orden mundial neoliberal. Fue desde el centro del poder que la máscara cayó.

Y así, el Craso moderno—aquel que, como en la antigua Roma, ordenaba a su brigada privada de bomberos dejar que las casas ardieran hasta que los dueños, desesperados, aceptaran vender por una miseria y volver a alquilar sus propios hogares—ha incendiado ahora no solo las moradas del Pueblo, sino también las haciendas de César y Pompeyo. En su codicia, ha cruzado el umbral de la destrucción mutua. Y al hacerlo, se ha convertido, sin advertirlo, en el Rey Midas de nuestro tiempo: todo lo que toca se convierte en oro muerto, en ruina dorada, en riqueza que asfixia.

Las consecuencias ya no pueden ocultarse. El mundo entero, desde los polos hasta los trópicos, siente el estremecimiento de un modelo que agoniza, pero que aún se resiste a morir. Las democracias están en crisis, los contratos sociales han sido mutilados, las promesas de bienestar universal han sido sustituidas por pactos de precariedad. El aire es irrespirable, las aguas están contaminadas, los alimentos han sido mercantilizados, y el conocimiento se concentra en fortalezas digitales inaccesibles para la mayoría. Los Pueblos están fatigados, las instituciones deslegitimadas, y los líderes—salvo honrosas excepciones—actúan como administradores del derrumbe.

Y, sin embargo, en medio de este ocaso, aún no todo está dicho. Los dados están echados—eso es cierto—, pero aún no han tocado la mesa. Ruedan, en esta hora incierta, como símbolos de un destino aún no sellado. Y yo, que no soy hombre de apuestas, prefiero no quedarme en vilo aguardando el azar de la tirada. Antes bien, propongo que cuestionemos el juego mismo: ¿Qué reglas seguimos? ¿Qué mesa es ésta? ¿Qué victoria posible podría redimir este juego?

Porque al no hacerlo—si no cambiamos las reglas y la mesa, si no renunciamos al juego que nos ha deshumanizado—entonces resultará imposible decir si el Sur está por alzarse… o por fracturarse.

China se agita, tras décadas de ecuanimidad diplomática calculada, invocando la retórica combativa de Mao, como el honor y la dignidad exigen. No parece, sin embargo, que aspire a diseñar ni a liderar un nuevo orden mundial; más bien, desea dejar claro que no retrocederá si la empujan, que sabrá mantenerse firme, aun en terreno incierto. Su mensaje no es el de la invención, sino el de la determinación.

El viejo antagonista, Rusia, sigue siendo un actor formidable, aunque visiblemente disminuido. La guerra prolongada en Ucrania, sumada a su retirada de Siria, han revelado una potencia aún feroz pero constreñida a lo regional, más preocupada por intereses vitales inmediatos que por alzarse como arquitecta de un orden renovado. Sus ambiciones globales, de momento, se han replegado bajo el peso de sus propios imperativos.

Brasil, con el liderazgo de Lula, posee la visión y los medios, pero arrastra consigo el fardo de una historia electoral reciente marcada por la turbulencia y la judicialización de la política, así como la creciente polarización de América Latina. Con nuevas elecciones en el horizonte, las prioridades internas—tan legítimas como apremiantes—amenazan con subordinar las aspiraciones globales a las necesidades nacionales. Así, su proyecto del Sur queda, por ahora, contenido en la esfera de lo posible, no de lo impulsado.

En México, la figura de Sheinbaum ha impresionado y enamorado al conjugar magistralmente una firmeza resuelta con una maleable conciliación. Sin embargo, el país sigue anclado a la prudencia del legado de la doctrina Estrada—esa forma de neutralidad que no es ninguna cobardía, pero sí límite. A esto se suman las ataduras geográficas inmutables que no se deciden en las urnas. Tal vez, si su momento ha de llegar, será más bien como arquitecta de la institucionalización largamente demorada de la CELAC que de la reestructuración del sistema internacional.

India, por su parte, expande su huella en los espacios diplomáticos con una claridad de propósito cada vez más pronunciada. Su descontento con la gobernanza global—tan poco representativa, tan ajena a las realidades del Sur—es real, pero su ambición, por ahora, no parece ser la de refundar el sistema, sino asegurar el lugar que le corresponde en él. Su lucha es por el asiento, no aún por la mesa.

Los Estados del Golfo comparten, en buena medida, esta misma actitud. Aunque sus ambiciones son más visibles, y su margen de maniobra más amplio, la prioridad inmediata en ese Oriente Medio turbulento parece ser la de mantener lo que queda de estabilidad. Las aspiraciones nacionales y el equilibrio regional siempre tomarán prioridad sobre la reconfiguración global.

Sudáfrica, por su parte, ha mostrado señales inequívocas de voluntad política, pero esa voluntad necesita ser acompañada por el respaldo decidido y sostenido de la Unión Africana. Esta, no obstante, permanece demasiado fragmentada, enfocada en lo procedimental, limitada por la dependencia financiera que condiciona su acción. Las reformas institucionales profundas que podrían cimentar un liderazgo continental eficaz aún están en su infancia, y requerirán años antes de dar fruto.

Otros países que podrían alzar la voz—Cuba, Colombia, Irán, Mali,  entre otros—siguen consumidos por luchas existenciales, limitados por la politiquería electoral interna o atrapados en cámaras de eco geopolíticas, impuestas por otros o creadas por ellos mismos, que impiden que sus clamores resuenen más allá de sus propias fronteras.

Ciertas voces solitarias, claras y valientes—como la de Mia Mottley en Barbados—se han elevado con lucidez. Pero la voz, por sí sola, no basta. Se requiere el terreno fértil de una coalición meridional de los dispuestos. Y esa coalición, en la hora presente, ni ha sido formada, ni parece estar en formación.

Los demás Estados de nuestro Gran Sur no son, en modo alguno, ciegos ante los movimientos sísmicos que sacuden al mundo. Al contrario, los perciben con inquietud creciente. Los aranceles que, en su momento, se anunciaron con tumulto—y en particular los que apuntaron contra la Unión Europea y Canadá—no fueron un hecho menor: señalaron, con la claridad de un estampido, el colapso de viejas certezas. Muchos, en su momento, prefirieron el trato con el mismísimo demonio por ser conocido, y encontraron consuelo en ese consentimiento tácito que brindaba la servitude volontaire: mejor el yugo familiar que el caos de lo desconocido. Pero hoy, ese incentivo se ha desvanecido. El sistema, por su propia mano, ha destruido las condiciones que lo hacían tolerable. El corte abrupto de la cooperación internacional por parte de USAID—aunque causó un sufrimiento real e inmenso—forzó un despertar necesario. No podíamos seguir sosteniendo, sin quebranto moral, una arquitectura de desarrollo basada en la dependencia externa para garantizar a nuestros Pueblos los servicios más elementales. Este episodio también reveló con crudeza que aquel “progreso” que se nos presentaba como vindicación del sistema auxiliar de desarrollo no era más que un simulacro: frágil por artificial, cosmético por condicionado, incapaz de sostenerse sin los hilos que lo mantenían en pie desde afuera.

Sin embargo, la mayoría de nuestros países permanecen aún en la antesala de la decisión. Observan la tormenta desde sus umbrales, aguardando para saber si lo que estamos viviendo es un desvío momentáneo o el inicio de una era nueva. Algunos incluso alimentan la esperanza de un retorno al antiguo orden, aunque lo que en verdad anhelan es la comodidad de lo que era su previsibilidad. En lugar de volcar su energía en construir un sistema distinto—más justo, más solidario, más soberano—, muchos optan por participar en este desconcierto global, jugando una versión multilateral de las sillas musicales, en la que cada uno procura no quedarse sin asiento ante la arbitrariedad de quien todavía controla el reproductor.

Pero el Gran Sur nuestro no reside nada más que en esos salones oficiales, ni se limita a los pasillos del poder. Mucho menos habita las salas de conferencia que he recorrido tantas veces. El Sur está vivo, pero en otra parte: en el soplo etéreo de la quena, que asciende desde el pecho del Altiplano, con el aliento de un mundo antiguo que aún respira; en los pasos contemplativos de la kora, cuyo andar imprevisible hilvana la memoria de generaciones y las historias todavía por contarse; en las cuerdas trepidantes del laúd, cuya lengua milenaria es más antigua que el verbo, y más fiel que el archivo; en el lamento contenido del shehnai, cuya melodía no responde, sino pregunta ante el misterio de la trascendencia.

Nuestro Sur está en la espalda curvada del campesino de agave mexicano que trabaja la tierra con más fidelidad que promesa; en las manos ásperas del cafetalero etíope que amanecen al aroma que otros beberán; en los dedos callosos del artesano sirio que reconstruye belleza en medio del polvo; en los ojos nublados del tejedor camboyano, para quien la seda se anuda con la fatiga. Está también en el activismo climático de los estudiantes caribeños, en el compromiso de las uniones estudiantiles panafricanas, en la valentía de la juventud palestina, en la tenacidad de las jóvenes afganas.

Cuando volvemos la mirada hacia nuestros Pueblos—aquellos en quienes depositamos nuestra fe más inquebrantable, a quienes confiamos nuestros sueños más puros, por quienes expresamos nuestras aspiraciones más nobles—se revelan ante nosotros cuatro realidades que no pueden ser obviadas sin traicionar la causa misma que proclamamos.

La primera es que la policrisis global, acelerada sin tregua desde los días más oscuros de la pandemia, ha afectado con tal violencia la base material de la existencia, que atender las necesidades vitales toma prioridad sobre el cambio sistémico. Lo esencial eclipsa lo anhelado. Ningún discurso puede movilizar hacia el porvenir los que no pueden sostenerse en lo inmediato. Esta realidad no es un argumento contra el cambio estructural, sino un recordatorio de que, para ser posible, debe ser también concreta, conjugando el esfuerzo de largo aliento con la atención urgente.

La segunda es que décadas de resignación impuesta—por aquella narrativa triunfal que dio en llamarse el “fin de la historia”—han debilitado hasta la raíz la fe en la posibilidad del cambio. Y me pregunto, con amargura que no es retórica: ¿habría hoy quien asaltara el Moncada? ¿Tendríamos siquiera el arrojo de imaginarlo? Porque más letal que la represión ha sido la pedagogía de la rendición. Nos enseñaron a desconfiar de todo lo colectivo, a burlarnos de todo empeño, a temerles a las causas como si fueran enfermedades. Fracasó la coerción por los fusiles, pero se anestesiaron los ánimos con los discursos reformistas vacíos. Y así, las iniciativas quedaron reducidas a una administración del mal menor.

La tercera es que, más allá de las reformas que apenas rozan la superficie o de las denuncias altisonantes del orden actual, no hemos articulado aún una visión unificadora que inspire y convoque, que encienda la imaginación y movilice la acción. El statu quo es un ladrón que nos robó la capacidad de soñar, pero sin sueños, no hay movilización; sin movilización, no hay transformación.

La cuarta, y acaso la más profunda, es que no hemos tendido los puentes necesarios entre nuestras Naciones. Persistimos en una crisis de identidad meridional que nos fragmenta. El Sur, para muchos, no es sino un concepto geográfico o un eslogan para cumbres. Muy pocos son los que se sienten pertenecientes al Sur como identidad viva, sentida, asumida. Para la mayoría, el Sur no es sino una noción abstracta, un punto en el mapa, mientras las identidades árabe, africana, latinoamericana o sudeste asiáticas—todas legítimas y necesarias—son vividas con fuerza y profundidad. Carecemos de una pedagogía del Sur. No hemos cultivado una conciencia meridional que, sin negar las pertenencias regionales, las trascienda y las articule—condenando el Sur a ser potencia demográfica y moral… pero no aún fuerza política.

Y así, tras tres décadas de un orden que se perpetuó al imponer la inercia generalizada, lo que enfrentamos no es solo una crisis estructural, sino algo más sutil y peligroso: una despolitización colectiva, extendida por igual en el Sur y en el Norte, que amenaza con desarmar las voluntades antes de que estas lleguen siquiera a formularse en proyecto. Al confundirse indiferencia con madurez, y escepticismo con lucidez, llegamos a un solo, miserable resultado: la impotencia. Y una sociedad que ha dejado de creer que puede transformarse está más cerca de su decadencia que de su estabilidad. Recuperar la política—en su sentido noble—no es solo revigorar el debate: es rescatar la esperanza como impulso, transformar la inconformidad en movimiento, consolidar el colectivo en potencia.

La cuestión de la despolitización en el Sur es, más que una inquietud teórica, una herida abierta. Durante generaciones, los Pueblos del Sur supieron hacer de la política un ejercicio vital, íntimo, cotidiano. En plazas y cafés, en casas y sindicatos, el debate no era privilegio de élites ilustradas, sino respiración natural de una ciudadanía despierta. Hoy, eso ha cambiado. Se ha sustituido la participación por el espectáculo, el compromiso por el comentario, la deliberación por la gesticulación. Y en ese tránsito silencioso, el Sur corre el riesgo de dejar de ser sujeto político para convertirse en espectador de una historia ajena.

Las revueltas que, en décadas recientes, incendiaron calles y plazas fueron legítimas en su causa, admirables en su coraje. Pero la revuelta, cuando no está anclada en una estructura, puede ser solo un parpadeo. El régimen cayó, sí. Pero su lógica permaneció. Se sustituyó un rostro por otro, mientras el sistema—camuflado, intacto—continuó reproduciendo las mismas jerarquías, los mismos olvidos. La llama de la indignación, sin dirección ni propósito constructivo, se extinguió al amanecer.

Esta es la tragedia de la revuelta sin revolución: el momento sustituye al movimiento, y el cansancio sobrepasa la conquista. Donde debió sembrarse un nuevo contrato social, se instauró el desencanto.

Esta despolitización no es accidental. Es hija también de nuestras propias fracturas.

La dispersión de los movimientos sindicales lo ilustra. Muchos, aunque no todos, operan como cuerpos que se agitan de lucha en lucha, sin articular el proyecto común ni la visión en su totalidad. Reclaman con justeza derechos inmediatos, pero pocas veces se preguntan para qué sociedad luchan, o qué futuro quieren ayudar a edificar. Y así, por combatir batalla tras batalla, se olvidan de la mismísima guerra, que exige estrategia. Peor aún es el destino de aquellos a quienes solo se les ha encomendado la defensa de lo ya alcanzado. Tal encargo, aunque necesario, los confina irremediablemente al papel de meros guardianes del pasado. Y al no aspirar a lo que aún no ha sido, quedan sujetos a la lógica del conservatismo, desprovistos de todo anhelo, privados de ese impulso creador que logró las conquistas que hoy defienden.

Las organizaciones de la sociedad civil no escapan a su propia encrucijada. Hoy atraviesan un momento de fragilidad intensa que, aunque silenciosa, es profundamente corrosiva. En general, enfrentan una de dos limitaciones. Por un lado, los recortes en la llamada “ayuda al desarrollo”—que antecedieron incluso a los casos más mediatizados—han provocado una crisis de financiamiento tan severa que muchas se han visto obligadas a reducir su campo de acción a la mera preservación de su existencia institucional. Por otro lado, aquellas que aún conservan una base financiera operativa deben hacer frente a una avalancha de necesidades comunitarias, desencadenadas por la policrisis mundial y el colapso simultáneo de muchas de sus organizaciones hermanas. En tal contexto, la estrategia de largo plazo se vuelve lujo: cuando lo urgente acosa desde todos los frentes, lo que no arde se posterga indefinidamente. Y así, cada día, consume el porvenir.

Aún más inquietante es el repliegue de muchas organizaciones sobre sí mismas. En su afán de autonomía, muchas han desarrollado una actitud sectaria, que excluye sistemáticamente al Estado como interlocutor. Pero en sociedades donde el aparato público ya es débil, excluirlo equivale a erosionar aún más su papel. Y cuando se desarticula el Estado, se compromete la posibilidad de una política pública eficaz, sentenciada al fracaso permanente. Y las iniciativas sociales comunitarias quedan entonces como islas dispersas: experiencias valiosas, sí, pero condenadas a la marginalidad. No se convierten en proyecto de sociedad; se agotan en la escala local.

¿Y qué decir de nuestros intelectuales? Aquí también se revela una doble herida. La primera es que carecemos de intelectuales que piensen el Sur. Disponemos, sin duda, de mentes brillantes en lo regional: Panafricanistas, defensores de la Patria Grande, nacionalistas Árabes; tal como contamos con estudiosos insignes en las ciencias humanas y naturales; pero son escasos los que, superando lo regional o lo disciplinario, se atreven a pensar el Sur como un todo, como un sujeto histórico común. Nos faltan pensadores que, sin negar la pluralidad que nos define, sean capaces de iluminar lo que nos une: una condición compartida de injusticia estructural; experiencias históricas caracterizadas por la exclusión, el despojo y la resistencia; anhelos transgeneracionales que se niegan a morir.

La segunda herida es el declive del verdadero intelectual público—aquel que no solo piensa con rigor, sino que actúa con compromiso estratégico, asumiendo plenamente la disciplina que esta última suele exigir. En su ausencia, solo nos quedan dos figuras—ambas necesarias pero insuficientes. De un lado, el intelectual académico, fino en el análisis, lúcido en el diagnóstico, pero encerrado en el perímetro confortable de lo intimista. De otro, el intelectual popular, portador de voz y entusiasmo, capaz de diseminar y democratizar ideas, pero no de edificar lo que enuncia—¡como si bastara decir la verdad en voz alta para transformar la realidad que nos atormenta! El uno observa sin intervenir; el otro proclama sin construir.

Hay, por supuesto, excepciones, pero temo que son de las que confirman la regla.

Y, con frecuencia, quienes sí intentan llevar las ideas al terreno de lo real son objeto de burla o, peor, de sospecha. Se les acusa de ego sobredimensionado por tomar la iniciativa, o de traición por hablar con los gobiernos, como si fuera posible transformar nuestras sociedades sin dialogar con quienes las administran. Se les acusa de haber ensuciado la pureza del pensamiento con la acción. Pero ¿acaso no es esa la esencia del compromiso? ¿No es el pensamiento sin ejercicio, sin riesgo, sin sacrificio una forma de evasión?

Hoy más que nunca, el Sur necesita pensamiento encarnado, ciudadanos comprometidos, organizaciones visionarias. Necesita que las luchas no se fragmenten, sino se entrelacen. Que las energías no se dispersen, sino se articulen. Que los intelectuales desciendan de sus tribunas y que algunos dejan de creerse profetas o árbitros. Que el Estado y la sociedad se hablen de nuevo, sin sospechas automáticas, sin exclusiones mecánicas. Que el Sur, en fin, se piense, se organice y se atreva.

En lo que respecta a las corrientes políticas existentes dentro de nuestras Naciones, la extenuación no es solo visible: se percibe, incluso, en el aire que se respira. Se siente en las palabras que ya no movilizan, en los gestos que repiten rutinas huecas, en las consignas que alguna vez fueron fuego y hoy son ceniza. El cuerpo político del Sur, otrora efervescente en su diversidad de proyectos, hoy camina sin brújula, arrastrando legados que no logra renovar y energías que ya no alcanza a convocar. Huele a desgaste terminal.

La izquierda, otrora animada por la fuerza de un sueño colectivo, padece hoy una tríada de males que la ha desfigurado. Primero, ha cedido al marco que le impuso el statu quo, y en esa rendición ha extraviado sus propias banderas. Renunció al horizonte que la guiaba, a esa utopía que en otro tiempo convocaba a los Pueblos a marchar. Se normalizó la idea de que gobernar es administrar dentro de lo inmediatamente posible, y se dejó de perseguir lo necesario de largo plazo. La izquierda comenzó a hablar el idioma del sistema que juró transformar, y en ese idioma se ahogó su alma. Bajo la dictadura de la tecnocracia, donde cada aspiración se reduce a la letra fría de un texto de ley, el cambio queda irremediablemente relegado: en ese terreno, el statu quo siempre vence.

Segundo, allí donde ha gobernado, la izquierda ha sido víctima de su propio éxito. Ha logrado ejecutar políticas de redistribución, sí, pero sin sembrar junto a ellas una conciencia colectiva. Donde no hubo politización, no hubo ciudadanía—solo beneficiarios. Y así, al ascender de la pobreza a la clase media, muchos dejaron de mirar al bien común y, como dicta el orden dominante, votaron por sus intereses individuales. Se perdió la oportunidad de construir una ciudadanía movilizada, crítica, capaz de defender lo conquistado y simultáneamente exigir lo que falta.

Tercero, en su afán por combatir estructuras poderosas, ha olvidado el arte de la estrategia. Hay, sin duda, una satisfacción inmediata en proclamar todos los planes—como si la transparencia exagerada fuera virtud política—, pero ello no hace sino abrir la puerta al sabotaje. Y a la inversa, el secretismo absoluto, lejos de proteger el proyecto, ahoga la posibilidad de forjar colectivos. Entre ambos extremos, la acción queda inmovilizada. Y en medio de esa exposición constante o de ese encierro paranoico, la izquierda se queda sin fuerza para ejecutar ni para avanzar.

La derecha tradicional no obtiene mejor juicio. En primer lugar, tras abrazar sin reservas el paradigma neoliberal, ha sido infectada por el virus de la complacencia. Ese modelo de gobernanza laissez-faire podrá, tal vez, adaptarse a economías avanzadas, pero en Naciones que aspiran aún al desarrollo, no pasa de ser una administración de carencias. Limitar la gobernanza a la administración de servicios públicos mínimos, es suponer la existencia previa de fuerzas productivas desarrolladas que aún no existen.

En segundo lugar, obsesionada con los indicadores macroeconómicos, ha ignorado la realidad concreta de nuestras economías populares. La globalización, con toda su retórica de crecimiento, ha arrasado silenciosamente con artesanos, agricultores y trabajadores cuya miseria no se registra en los balances, pero sí en la vida. Esa hoja de Excel, que tanto veneran algunos gobernantes, no conoce el rostro del desaliento.

Y tercero, bajo el hechizo de las narrativas personalistas de los gigantes tecnológicos, ha desatendido las exigencias de su propio suelo. Fascinada por el dogma internacional, ha olvidado que, sin infraestructura, sin capital propio, sin acceso a mercados, nuestro joven emprendedor está condenado de antemano. De otro lado, el sector privado meridional, en su mayor parte, como buen electrón que sigue el camino de menor resistencia, se satisface en general en su condición de intermediario. El uno, estancado como startup o empujado a emigrar; el otro, limitado a importar valor en vez de generarlo.

Tampoco las demás dicotomías del espectro político han traído alivio a nuestras angustias. Los llamados progresistas sociales, aunque animados por nobles intenciones, parecen desconocer cómo priorizar sus luchas según las realidades concretas del Sur: ante un patriarcado arraigado, ofrecen lenguaje inclusivo a quienes padecen hambre, en lugar de reunir a los marginados en un amplio movimiento popular que confronte las múltiples formas de opresión—de género, de etnia, de clase—que se entrecrucen como nudos de una misma cadena liberticida. Sus banderas son necesarias, pero sus estrategias, a menudo, son erráticas. Confunden el símbolo con la transformación, y la gesticulación con la politización.

Sus contrarios conservadores, por su parte, no exhiben más horizonte que el de oponerse: rechazar cuotas de género o diversidad en nombre de una teorizada meritocracia—y de la que nadie se ha beneficiado nunca—no alivia el desempleo, ni repara el tejido roto de nuestras sociedades. Al convertir la oposición a lo nuevo en su único programa, su utopía es el pasado, incluso cuando ese es nada más que ficción. No ofrecen patria, sino resentimiento. Y el resentimiento no alimenta, no organiza, no libera.

Los globalistas, parapetados en sus estadísticas y sus idénticas publicaciones en LinkedIn, siguen justificando su ceguera como análisis y continúan despreciando el desarraigo popular: en lugar de promover economías circulares locales y abordar la subsidiariedad del Sur, publican editoriales tecnocráticas en las que, con datos en mano, explican a los Pueblos que malinterpretan la precariedad que viven, que incluso se equivocan al sentir lo que sienten.

Mientras tanto, los aislacionistas no advierten lo quimérico de la autosuficiencia total: frente al yugo nefasto de la dependencia responden con la ilusión vana de la autarquía, en vez de proponerse un proyecto que conjugue independencia estratégica e interdependencia sinérgica. Su rechazo es comprensible, pero su respuesta es inviable. Sin puentes, no hay soberanía; solo hay soledad.

Así, llegamos a este punto crítico, en que los marcos partidarios dualistas que han regido las últimas tres décadas se nos revelan agotados. Y es hora, entonces, de que surjan nuevos paradigmas: alternativos, sí, pero sobre todo constructivos y profundamente arraigados en los contextos vividos. Estos deben comenzar por enfrentar una división aún más insidiosa: la que separa la reforma de la transformación. Pues si todas las doctrinas actuales, por más que se enfrenten entre sí, se agrupan bajo la bandera de la reforma—ese cambio cosmético, contenido, que no altera las causas—, la verdadera transformación—aquella que cambia las dinámicas subyacentes, que remueve las raíces mismas de las estructuras injustas—aún no ha encontrado su fuerza.  

Mas, ¿cuál es el obstáculo de la transformación? Su exigencia. No se presenta como una empresa de corto aliento, sino como una marcha sostenida, un camino arduo, un ejercicio de voluntad constante. Mientras la reforma se contenta y seduce con la inmediatez de una carrera corta, la transformación nos pide la paciencia del sembrador que, tal vez, nunca llegará a ver, él mismo, los frutos de su siembra. El impacto de largo aliento siempre lucha por competir con los outputs de corto plazo.

Esto constituye el núcleo de mi inquietud. Una inquietud que sería acaso más llevadera si no se viera agravada por la amarga ironía de que nunca el momento fue tan propicio para que el Gran Sur asumiera su papel histórico, rehiciera el mundo, y lo pusiera al servicio no solo de sí mismo, sino de la Humanidad toda. Sin embargo, este instante corre el riesgo de disolverse sin dejar huella. Nos encontramos, como tantas veces en la historia, al borde de una encrucijada que reclama más que conciencia: exige voluntad.

El orden mundial que heredamos de los años noventa ha perdido su ancla y flota a la deriva. Los lazos imperiales que por tanto tiempo maniataban nuestro Gran Sur se están rompiendo de manera irreversible. Hoy, el viento sopla a nuestro favor. Lo que nos queda por definir resueltamente es el destino. ¡Que no sea mero cambio de viento, sino verdadero cambio de rumbo!

Debemos negarnos contundentemente a la sumisión complaciente al destino, así como debemos rechazar la rendición al desaliento impotente. Ni la ecuanimidad de una fe ciega en el curso inevitable de la Historia, ni la parálisis surgida de la resignación temerosa ante el devenir humano, nos servirán de guía en esta hora. Aún nos queda la oportunidad de aprovechar este momento histórico no para meras reformas, sino para una transformación verdadera del mundo—si, y solo si logramos la unión. Una unión que no sea retórica ni circunstancial, sino vívida y fructífera: construyendo puentes entre nuestros Pueblos, que apenas se conocen a sí mismos, y mucho menos entre ellos; reuniendo nuestras inteligencias, que aún permanecen dispersas tras fronteras; poniendo en común nuestras capacidades creativas que siguen segregadas por sector; y confederando nuestros esfuerzos que permanecen fragmentados por rivalidades mezquinas.

Nuestro propósito no es simplemente la unidad en oposición al statu quo, sino encarnar una comunión humanista forjada en el esfuerzo colectivo por la transformación. No somos la negación de los otros, sino la afirmación de lo que juntos aspiramos a ser y por lo cual luchamos.

Por eso debemos proclamar, con voz clara, la necesidad urgente de una Tercera Vía de Desarrollo—no como modelo universal e impuesto, sino como un río vital donde confluyen múltiples corrientes y que fluyen inexorablemente, soberanas pero simbióticas, hacia el altar del horizonte.

En esta hora de claroscuro, solo la partería de rumbos auténticamente transformadores, navegando rutas inexploradas, podrá evitar el nacimiento de nuevos monstruos y llevarnos a destino seguro. No hay promesas jubilosas ni garantías escritas. Solo la certeza, en medio de las tempestades, de que debemos forjar colectivamente el futuro—o ser forjados por él. Nuestra decisión está tomada y nuestra determinación no vacila.

Y si no he mencionado a la Organización de Cooperación del Sur (OCS) en el panorama que acabo de trazar, no es porque no la contemple en ese porvenir al que aspiramos—al contrario: jamás ha sido tan pertinente como lo es hoy. Todo lo que dijimos y propusimos años atrás—lo que entonces pudo parecer incluso ajeno al curso del mundo—hoy adquiere pleno sentido en el discurso internacional. Sin embargo, poco puedo añadir que no haya dicho antes. Y aunque su valor como instrumento es incuestionable, el propósito siempre ha de superar al medio. Nuestra visión compartida ha sido, desde el inicio, más vasta y más profunda que la Organización que nos reúne.

También he llegado, con el paso de los años que siguieron a mi elección, a comprender mi exceso inicial de idealismo. Creí entonces que bastaría con construir—contra toda probabilidad y con escasos aliados—el vehículo de vanguardia, entregando a los Estados Miembros el volante, para que la visión avanzara. Hoy sé que el vehículo, por virtuoso que sea su diseño, no hace al conductor. Mientras los Estados ganaban confianza en sus capacidades, la Secretaría se vio en la necesidad de tirar el vehículo desde el frente. Este arreglo, aunque ha producido frutos visibles y valiosos durante el primer bienio programático, no es sostenible ni deseable a largo plazo. Además de los conductores y de los que arrastran, necesitamos que nuestros Pueblos también empujen, sobre todo cuando el impulso flaquee. Su ausencia, no me cabe duda, significaría nuestro fracaso colectivo. Porque nuestra causa no puede limitarse a ser co-administrada en sus resultados; debe ser co-creada en su proceso.

No se trata, pues, de una conciliación tibia entre las doctrinas de la izquierda y la derecha, artificio tantas veces ensayado sin más fruto que el centrismo servil. Lo que hoy germina entre nosotros nace desde lo profundo, desde las entrañas vivas de nuestros Pueblos que no demandan un centro equidistante sino un horizonte nuevo. Nuestra empresa no es otra que la edificación de una pluriversalidad auténtica: un orden en el cual distintas cosmologías y modelos no solo puedan coexistir, sino que puedan enriquecerse entre sí, superponerse, entrelazarse en un tapiz complejo e inextricable.

Ahora bien, no debe interpretarse que la Tercera Vía de Desarrollo es una improvisación desordenada, una tienda caótica montada al paso para alcanzar objetivos efímeros, ni mucho menos una sopa aguada que pretende complacer a todos sin nutrir a nadie. Lo que proponemos no es ambigüedad disfrazada de consenso, sino una visión común forjada desde la diversidad misma que caracteriza al Gran Sur.

Porque frente a nuestras diferencias ideológicas, culturales y contextuales, hay un hilo que nos une irresistiblemente: un descontento profundo con el estado actual del mundo. Esa insatisfacción no distingue por las líneas de falla ortodoxas. El marxista ve las injusticias estructurales que nos rodean. El capitalista schumpeteriano, por su parte, tampoco puede ignorar que la destrucción creativa del emprendedor ha sido reemplazada por la codicia pasiva del accionista. Hoy, ambos constatan que el dinamismo productivo ha sido reemplazado por la acumulación estéril de quienes invierten no para crear, sino para concentrar.

En eso coincidimos, entonces: somos, por así decirlo, el club de los inconformes. Pero el descontento, por sí solo, no basta. Necesita propósito, orientación, liderazgo. Nuestra tarea es convertir esa frustración en acción concreta, en acuerdos constructivos, en un proyecto compartido. Un ejemplo: fomentar la industrialización de alto valor agregado como parte intrínseca de la Tercera Vía de Desarrollo. Ahora, ¿podría lograrse a través del mercado? Sin duda. ¿Podría lograrse mediante empresas estatales? También. El debate sobre el instrumento pertenece a cada Nación, según su trayectoria histórica, sus prioridades, las sensibilidades de su Pueblo. Yo tengo mis preferencias y convicciones como todos, pero, a nivel de nuestro Gran Sur, lo esencial es que ambos caminos conduzcan al mismo fin: la construcción de una economía próspera, justa y soberana, basada en las capacidades endógenas.

Soberanía Epistemológica: Pensar el Mundo desde el Sur

Para liberarnos de las lecturas superficiales que nos reducen a un juego de espejos entre dogmas opuestos—donde la realidad del Sur queda distorsionada por los marcos de modelos ajenos—, no basta con proclamas encendidas ni con estrategias hábilmente estructuradas.

Todo intento serio por imaginar una vía distinta de desarrollo—una que no se imponga desde los centros tradicionales de poder, sino que emerja, orgánicamente, desde el Sur, para toda la Humanidad—ha de comenzar por una reflexión profunda sobre el saber. Porque no fue solo el territorio lo que se colonizó; fue también el imaginario. La conquista avanzó no únicamente sobre los cuerpos, sino también sobre las ideas. Y tan honda fue esa invasión que, aún después de las independencias políticas—e incluso en Naciones que nunca sufrieron la ocupación directa—, seguimos adoptando marcos conceptuales y teorías nacidas en otras latitudes, pensadas desde otras historias, otras geografías, otras angustias. Así, nos vemos interpretando nuestras propias realidades con lentes que no fueron hechas para verlas.

El saber es un territorio en disputa, un campo de batalla donde se libran silenciosas, pero decisivas, contiendas. Y persisten allí inequidades profundas que aún configuran nuestras posibilidades de pensar, de nombrar y de existir.

La primera de estas inequidades atañe a la esencia misma del saber: ¿qué entendemos por saber legítimo? ¿Y quién detenta la autoridad para definirlo? Nadie en su sano juicio podría negar el valor inmenso de la ciencia ni de los saberes académicos que han iluminado caminos para la Humanidad entera. Sin embargo, sería igual de miope ignorar que otros saberes—nacidos de nuestras tierras, cultivados por nuestras comunidades, transmitidos por generaciones y siglos—han sido históricamente relegados, silenciados o incluso ridiculizados. No se trata de oponer unos saberes a otros, ni de sustituir los laboratorios por mitos. No promovemos un repliegue identitario ni la trampa del autoexotismo. No se trata de levantar un orgullo vacío ni de idealizar sin crítica un pasado que también contiene sus sombras. Tampoco se trata de rechazar, por principio, todo conocimiento que provenga del Norte, pues la sabiduría no tiene pasaporte, ni hay ciencia auténtica que no aspire al bien común.

 Lo que se requiere es más profundo y más difícil: se trata de recomponer un diálogo que fue roto por la violencia colonial y aún no ha sido reparado. Es imperativo lograr una verdadera reconexión con nuestras tradiciones intelectuales—mirarlas con lucidez y rigor, rescatarlas del olvido, someterlas al debate, enriquecerlas con la crítica, y dotarlas de la vitalidad necesaria para entrar al diálogo global de las ideas con la frente en alto.

Ese es el desafío mayor: el de articular nuevas epistemologías que nazcan del Sur, no como ecos de otras voces, sino como propuestas propias, conscientes de sus raíces y de sus horizontes. En vez de pensar el Sur desde el mundo, nos incumbe pensar el mundo desde el Sur. Porque pensar desde nosotros no es un gesto de encierro, sino de afirmación. Es, quizás, el acto más profundo de libertad que podemos ejercer.

La segunda inequidad del saber es económica, y no puede ocultarse bajo discursos de acceso abierto ni de democratización digital. Mucho se ha dicho sobre las barreras tarifarias para acceder al conocimiento, pero el problema va más allá de licencias o suscripciones. Lo verdaderamente alarmante es que la mayoría de los fondos para investigación se orientan hacia intereses de una minoría global, olvidando las prioridades de las mayorías. La pandemia lo reveló sin piedad: no fue solo la escasez de vacunas lo que golpeó al Sur, sino el hecho de que estas fueran concebidas bajo condiciones técnicas imposibles de replicar en nuestros contextos. Cadenas de frío diseñadas para países con energía constante no sirven en regiones más cálidas donde el suministro eléctrico es intermitente y donde la ruralidad es vasta y compleja. Esta no es solo una falla técnica: es una manifestación concreta de la desigualdad epistémica.

De allí se desprende, con toda claridad, una necesidad que ya no admite postergaciones ni excusas: la de establecer centros regionales transdisciplinarios de investigación que respondan a nuestras realidades, que piensen desde nuestros territorios y se comprometan con nuestras urgencias. Junto a ello, se impone la creación de consejos meridionales de investigación y de fondos independientes de financiamiento, capaces de sostener proyectos de investigación de largo aliento que no dependan de los vaivenes de agencias externas. Así también, necesitamos herramientas regionales que permitan aplicar lo que descubrimos, innovaciones que se traduzcan en transformaciones reales, tangibles, donde más se necesitan. Y, por encima de todo, urge desplegar políticas que garanticen el acceso equitativo a los frutos de la investigación, que deben ser entendidos no como productos patentados, sino como bienes comunes públicos al servicio de la dignidad humana.

La tercera y última de las principales inequidades del saber que tenemos que enfrentar es geopolítica. El saber, como el poder, circula por rutas diseñadas desde el Norte. Las barreras a la movilidad académica, la marginalidad editorial y la invisibilización de lo que se produce en el Sur configuran un mapa del saber que replica, casi sin variación, las antiguas jerarquías. Aún hoy, colaborar entre investigadores latinoamericanos o africanos es más difícil que obtener una visa turística. Y si desconocemos lo que se investiga en regiones hermanas con problemas comunes, no es por negligencia, sino porque los sistemas de visibilidad global están diseñados para ignorar esas voces. A esto se suma el reinado casi exclusivo del inglés, que condiciona los marcos desde los cuales se define lo pensable y lo publicable.

De ahí surge otro deber ineludible: el de construir plataformas digitales de acceso abierto, concebidas no como vitrinas del conocimiento hegemónico, sino como espacios de circulación libre, donde nuestras lenguas, nuestras voces y nuestras perspectivas encuentren su lugar. En esta tarea, los avances recientes en traducción de alta precisión mediante inteligencia artificial pueden y deben ponerse al servicio del bien común. No para sustituir la labor imprescindible de nuestros traductores—quienes comprenden los matices, los contextos, las intenciones—, sino para derribar las murallas lingüísticas que nos aíslan y que excluyen a millones del diálogo global.

Pero el acceso no puede limitarse al plano digital. Requiere cuerpos que se muevan, ideas que viajen, presencias que se encuentren. Por eso necesitamos también mecanismos regionales y propios del Sur que faciliten la movilidad estudiantil y académica. Y de esta exigencia nace una propuesta que no puede ser ignorada: la creación de una visa de investigación del Sur, que nos permita encontrarnos sin fronteras, pensar en común sin impedimentos, tejer redes sin depender de permisos burocráticos.

Lo que exigimos es un acto de justicia: el reconocimiento honesto de estas asimetrías, como condición indispensable para superarlas. Porque si el Sur ha de trazar sus propios caminos hacia el desarrollo, también ha de atreverse a pensar con sus propias palabras, desde sus propias prioridades, con sus propias formas de denominar el mundo. Solo así dejaremos de imitar modelos ajenos, y comenzaremos a tejer, con hilos propios, el porvenir que merecemos.

Soberanía Ecológica: Regenerar y Prosperar

Nuestro Gran Sur no solo enfrenta la crisis climática desde una posición de mayor fragilidad estructural, sino que al mismo tiempo resguarda las claves para imaginar una relación radicalmente distinta con la Tierra. Porque si bien somos los más afectados por sequías prolongadas, huracanes devastadores, incendios descontrolados y pérdidas de biodiversidad, no somos únicamente víctimas de este colapso ambiental: también somos portadores de saberes y prácticas que pueden nutrir el porvenir de la Humanidad.

En nuestros territorios aún viven, piensan y resisten cosmovisiones que no separan al ser humano del mundo que lo rodea. Visiones ancestrales que, lejos de considerar a la naturaleza como un conjunto de recursos a explotar sin medida, la entienden como una red viva, un tejido sagrado del cual formamos parte. Para muchos Pueblos originarios, la naturaleza no es objeto mudo o almacén de recursos, sino un ser con el que se establece una relación de cuidado, de respeto y de reciprocidad. Estas formas de conocimiento, nacidas de siglos de observación y de vínculo profundo con la Tierra, no son folklore: son filosofía encarnada, ciencia vital, ética ecológica en acción.

Frente a un mundo que ha confundido abundancia con acumulación, y que ha celebrado durante siglos una idea de progreso asociada al dominio total sobre la naturaleza, estas tradiciones ofrecen algo más que nostalgia o ingenuidad. Ofrecen inspiración. Mientras muchos discursos reducen la sostenibilidad a una serie de restricciones y sacrificios, desde el Sur podemos hablar de una ecología afirmativa, creadora, que no se limita a resistir la destrucción, sino que propone modos de vida donde el desarrollo económico y el equilibrio ecológico no se oponen, sino que se potencian mutuamente.

En ellas encontramos una base fértil para pensar alternativas al extractivismo ciego y al productivismo desmedido, sin tener que renunciar al legítimo anhelo de prosperidad que habita en cada sociedad. Porque no hay contradicción entre el deseo de vivir mejor y el compromiso con el planeta.

Así inspirados, podemos concebir economías circulares profundamente arraigadas en los territorios, que honren los ciclos naturales, valoren los saberes comunitarios y construyan sistemas productivos que no desgasten el suelo ni agoten la vida. Y estas economías sostenibles no tienen por qué sacrificar el uso de la tecnología. Todo lo contrario: es imprescindible aprovechar los avances técnicos—inteligencia artificial, energía limpia, biotecnología—, pero desde marcos éticos y políticos definidos por nosotros, no impuestos desde fuera. No se trata de elegir entre lo ancestral y lo moderno, entre la memoria y la innovación. Se trata de integrar, con sabiduría y autonomía, lo que nos permita salvar un planeta herido y vivir en él.

Decir esto no es romantizar el pasado ni rechazar el porvenir. Es más bien una invitación urgente a redefinir el progreso. A dejar atrás ese relato que nos ha enseñado a admirar la velocidad, la eficiencia y la expansión sin límite, aun cuando ello signifique devastación, desplazamiento y desesperanza.

El mundo entero navega hoy a bordo de un Titanic planetario, ciego en su fe en el crecimiento perpetuo. Llegó el momento para que las voces del Sur señalan el rumbo de una nueva travesía. No para salvar al mundo con una fórmula única, sino para aportar, desde nuestras historias, nuestras experiencias, y nuestras aspiraciones, al tejido compartido de lo que aún puede construirse.

Soberanía Tecnológica: Conducir sin Reproducir

La empresa de regeneración ecológica no podrá cumplirse mientras sigamos siendo pasajeros en la marcha fulgurante de la revolución tecnológica.

La cuarta revolución industrial no se ha limitado a inaugurar una nueva etapa técnica: ha desatado una mutación civilizatoria sin precedentes, cuyas transformaciones—veloces, profundas y sistémicas—alcanzan cada rincón de nuestras vidas. Inteligencias artificiales, realidades aumentadas, blockchain, nubes ubicuas y algoritmos omnipresentes no son ya especulación futurista, sino estructuras invisibles que configuran nuestras relaciones, decisiones y horizontes de posibilidad.

La pandemia de COVID-19, con su parálisis global, no hizo sino acelerar esta fusión entre lo humano y lo digital, ensanchando la dependencia de plataformas que, en muchos casos, prometieron conexión, pero también consolidaron asimetrías. Porque mientras la innovación se acelera a ritmos exponenciales, el acceso sigue anclado en paradigmas lineales, atado a infraestructuras precarias, conectividades desiguales y arquitecturas digitales diseñadas desde otras tierras.

No basta con celebrar los beneficios de estas tecnologías—desde diagnósticos médicos hasta inclusión financiera—sin advertir, al mismo tiempo, que su distribución responde a lógicas que perpetúan desigualdades. El Gran Sur, más que sumarse a la revolución tecnológica, ha sido obligado a mirarla pasar como espectador.

Nos corresponde ahora volvernos sus conductores. Porque los dones de terceros, por generosos que parezcan, no bastarán; ni los dispositivos patentados ni las plataformas de código cerrado servirán para salvar la herida digital que nos separa del porvenir. Ninguna brecha se cierra con migajas.

Y salvar la herida de esa desigualdad exige que los caminos del Sur se entrecrucen: es en la cooperación digital, en la transferencia tecnológica meridional y en el desarrollo de los códigos abiertos donde radica la semilla del acceso universal sostenible. Incluso, más allá del acceso, nos incumbe una tarea más ardua y alta: cerrar la distancia entre quienes innovan y quienes consumen, desarrollando nuestras propias tecnologías endógenas.

Pero ¿de qué nos sirve crear algoritmos propios, si en su médula replican los prejuicios inherentes, las vigilancias comerciales disfrazadas de servicio y el extractivismo de datos ocultado por la gratuidad que hoy oprimen al mundo bajo el yugo invisible de un nuevo Norte, digital y privado?

La irrupción de la inteligencia artificial generativa revela, con crudeza, la magnitud de este nuevo colonialismo digital. Cuando los datos que alimentan sus modelos provienen del Norte, ¿qué puede esperar el Sur sino algoritmos que ignoran su diversidad, sus lenguas, sus realidades? Los sesgos no son fallas: son síntomas de una exclusión estructural disfrazada de innovación.

Existen, sí, iniciativas en el Sur que buscan otra vía, pero muchas son fragmentadas, invisibles, privadas del andamiaje público y de los datos abiertos necesarios para construir modelos verdaderamente nuestros. Por eso urge una tarea doble: mapear lo que ya existe—porque resistencias hay—y, sobre todo, forjar alianzas Sur-Sur que nos permitan crear, por ejemplo, inteligencia artificial endógena, capaz de hablar desde nosotros y para nosotros.

Porque el Sur no puede contentarse con tener tecnología; ha de reinventarla desde su raíz. Repensar la técnica es, también, humanizarla. Y ello exige injertarla en nuestro contexto sociocultural, hacerla herramienta de nuestras aspiraciones y no copiar, por falta de previsión, los errores cometidos allá donde el político ignoró los límites éticos del mercado.

Sin la conquista de la soberanía digital las demás soberanías serán ilusorias.

Soberanía Educativa: Equilibrar e Incluir

¿Cómo podrá el Sur emprender la magna empresa de su emancipación tecnológica e interrogar los propios fundamentos de la revolución tecnológica que hoy sacude al orbe? Tal empresa exige, naturalmente, la más alta de las preparaciones: la de su juventud, llamada a heredar no los despojos de un mundo ajeno, sino la forja de uno nuevo.

Y resulta obvio que la educación, en tanto experiencia cognitiva y social, ha existido siempre entre nuestros Pueblos. Sin embargo, el sistema educativo moderno—como estructura, como paradigma, como proyecto—es hijo de Europa, nacido en el siglo XIX, bajo la sombra de dos gigantes: la colonización y la revolución industrial.

No fue concebido para completar la humanización del ser humano. Su propósito era otro: por un lado, suplir la escasez de mano de obra formada en el corazón industrial europeo; por otro, despojar de alma y cultura a los Pueblos colonizados, desarraigar sus élites, alinearlas con el pensamiento imperial, con el modo de vida capitalista, con el proyecto civilizatorio de los vencedores. Jules Ferry lo proclamaba sin ambages: Las razas superiores tienen el deber de civilizar a las inferiores. He ahí el fundamento ideológico de la escuela colonial: jerarquización racial y misión “civilizadora”.

Así, la escuela se convirtió en el instrumento predilecto para domesticar, para forjar una subjetividad funcional al orden. No era una escuela para liberar, sino para dominar. Y aunque los tiempos hayan cambiado y los discursos se hayan edulcorado, la lógica profunda de este sistema sigue operando—como una corriente subterránea—en nuestros programas y nuestras aulas. Asia lo sabe. América Latina lo padece. África lo sufre. Incluso tierras que no conocieron la ocupación formal del colonizador importaron sin debate el modelo, cargado de sus deformaciones conceptuales y sus principios ajenos.

Persisten así, entre nosotros, sistemas profundamente eurocéntricos. Sus narrativas históricas excluyen nuestras voces. Sus estructuras fragmentan la realidad. Porque el pensamiento que los anima es cartesiano: si se comprenden las partes, se comprende el todo. Pero sabemos que el todo es más que la suma de sus partes, que la vida no se explica desde la fragmentación sino desde la relación. Nuestras cosmovisiones indígenas, nuestras filosofías milenarias, han concebido siempre al mundo como un tejido vivo, donde lo humano, lo natural y lo espiritual dialogan en una unidad compleja.

La compartimentación disciplinaria, hija del racionalismo europeo y del modelo fabril de la revolución industrial, rompe esa totalidad. Del artesano que ponía su alma en cada obra pasamos al obrero obligado a repetir un gesto. De la comunidad que cría, pasamos al aula que uniformiza. El sistema educativo moderno se pensó como fábrica: agrupar a los niños por fecha de nacimiento, aplicarles un proceso homogéneo, dividir el conocimiento en compartimentos estancos, evaluar a través de pruebas estandarizadas, seleccionar, descartar… Todo al servicio de una producción en serie de sujetos funcionales. Pero los seres humanos no son piezas intercambiables. Y menos aún los Pueblos del Sur, cuya diversidad cultural, lingüística y territorial exige una educación viva, contextual, plural.

Sin embargo, incluso dentro de nuestros propios países, la estandarización impuesta sigue negando la realidad de nuestras provincias, de nuestras lenguas, de nuestras historias. ¿Qué ocurre cuando una niña indígena, cuya lengua materna es el K’iche’, entra a una escuela que sólo reconoce el español como idioma válido del saber? Además de las barreras de género, ocurre la tragedia silenciosa de la desculturización. La niña llega ya con una desventaja: no por falta de inteligencia, sino por el desajuste entre su mundo y el mundo que se le impone. Mientras otros llegan con libros, con vocabularios amplios, con padres formados en el mismo sistema, ella llega con una lengua viva, pero invisibilizada, por lo que padece un desafío doble: el de aprender y el de hacerlo en un idioma que no domina. Y cuando sus resultados no alcanzan las expectativas ajenas, no se culpa al sistema: se culpa a la niña.

Se le dice que no sirve, que debe trabajar. Ella mismo llega a creer que es incapaz, que no entiende. Así, la escuela perpetúa la marginación que dice combatir. Y no se trata solo del idioma. Es el fenómeno más amplio de la descontextualización, de la centralización del saber y del poder en las capitales, que deja a las provincias en el olvido. Así se acumulan las desigualdades, se reproducen las clases sociales, se impide la movilidad. La escuela que debería abrir caminos, los cierra. Pocos logran escapar. Pocos son los tránsfugas de clase.

Por eso, no basta con reformar los programas. Es necesario repensar el sistema mismo desde sus cimientos. Porque si no hay desarrollo sin educación, tampoco puede haber educación verdadera en sistemas concebidos por otras manos, con otros fines, para perpetuar el orden que precisamente deseamos transformar. ¡Cuán funesto sería reproducir con nuestras escuelas la servidumbre que con nuestras manos queremos romper!

Urge, por tanto, un nuevo pacto pedagógico, equilibrado e inclusivo, nacido de nuestras entrañas y destinado no a replicar el pasado sino a concebir el porvenir. Necesitamos una educación que hable nuestras lenguas, que transmita nuestras memorias, que nutra nuestras raíces y sepa cómo ellas han dialogado con el mundo por siglos incontables; una educación que nos enseñe a navegar la complejidad sin naufragar en la simplificación de la realidad y de nosotros mismos.

No aquella que reduce al maestro a un autómata desechable, ni al estudiante a una pizarra sin historia. Sino una educación que establezca una comunidad de aprendizaje mutuo, revitalizando la vocación sagrada del enseñar y del aprender, en donde la dignidad del uno se refleje en la libertad del otro. Esta educación no puede ser ni importada ni impuesta, pues ha de responder a nuestras aspiraciones universales, nuestras prioridades nacionales, nuestras realidades locales y nuestras necesidades individuales—y no se puede contextualizar en nombre de los demás.

Sin la raíz de todo desarrollo que es el ser humano mismo, y sin su transformación, ninguna otra será posible.

Soberanía Cultural: Preservar sin Estancar, Transformar sin Traicionar

La dimensión humana—consagrada en el corazón ardiente de nuestra causa meridional—nos impone no solo la noble tarea de democratizar las artes, sino también la responsabilidad urgente de rechazar toda tentativa de fosilización de nuestras culturas. Porque nada hay más ofensivo para un Pueblo vivo que ver su historia reducida a ornamento, sus símbolos convertidos en mercancía, su voz transformada en eco exótico para saciar la curiosidad de los circuitos turísticos. Nos rebelamos contra esa estética del encierro que pretende embalsamar nuestras culturas en vitrinas museográficas, como si fueran piezas inmóviles del pasado y no potencias palpitantes del presente.

Sin Pueblo, no hay cultura. Y nuestros Pueblos del Gran Sur no son estatuas inmóviles ni espectros detenidos en un tiempo remoto. Son seres en movimiento, en rebelión, en transformación constante. Las culturas de nuestro Sur no han sido desterradas de su pasado, pero tampoco están estancadas en él. Son potencias vivas. Se encuentran en una danza constante, en un ejercicio continuo de reinvención: se hallan en constante conciliación entre los asentamientos del ayer y los alzamientos del mañana. En ellas dialoga la memoria con el deseo, la raíz con la proyección, lo ancestral con lo inédito.

Y si la cultura es esto—una fuerza viva, creadora, insumisa—, entonces su democratización no puede consistir en ampliar el consumo pasivo de productos folclóricos sin más. Democratizar la cultura es asumirla como afirmación de soberanía creadora. Es comprender que la cultura es, tal como debe ser, territorio de disputa: un campo de batalla donde el Pueblo se reconoce y se reinventa, y por el cual se proyecta hacia el porvenir. La cultura nace de manos populares y, en su retorno, forja nuevas realidades. Es fiel a su esencia cuando transmite una memoria, sí, pero cumple su destino cuando dialoga en y con el mundo—y en sus propios términos.

Por ello se impone multiplicar los espacios de creación, de encuentro y de reinvención cultural—no como actividades adyacentes, sino como parte esencial de todo proyecto emancipador. Necesitamos festivales populares que celebren la pluralidad viva; residencias artísticas que vinculen a creadores con sus territorios, con sus luchas, con sus sueños; “Casas Culturales del Gran Sur” que no sean mausoleos del pasado, sino laboratorios de imaginación radical, arraigados en la memoria y nutriéndose de la contemporaneidad; fondos públicos comunes que respalden nuestros artesanos, poetas, músicos, narradores, cineastas, bailarines, tejedores de historias y guardianes del símbolo. No es solo cuestión de preservar: es cuestión de transformar sin traicionar.

Del mismo modo, se vuelve imprescindible de nutrir industrias creativas que no se limiten a replicar los marcos estéticos que dicta el mercado global del arte, sino que emanen de nuestras propias matrices, que propongan lo inédito, lo inesperado, lo profundamente alterador de la condición social.

Porque en el arte, como en la política, no basta con repetir lo que ya fue dicho: hay que decir lo que aún no ha sido imaginado. No por vanidad, sino por necesidad histórica. Porque los Pueblos que no crean son Pueblos que no deciden. Y los Pueblos del Sur han decidido no ser más espectadores del relato ajeno. Hemos decidido narrarnos, en nuestras lenguas, con nuestras voces, con nuestros pulsos. Y en esa narración libre, diversa y auténticamente nuestra, comenzará nuestra verdadera emancipación.

Soberanía Sanitaria: Derecho y Trinchera

¿De qué nos sirve hablar de la dimensión humana, de soñar con un porvenir justo y luminoso, si nuestros Pueblos continúan muriendo por la carencia de una cura que existe, por la ausencia de un médico que nunca llega, por hospitales de los cuales no queda más que ruina, escombro y silencio? ¿Cómo puede construirse un porvenir sobre tumbas evitables? Si no defendemos el derecho a la vida, ¿a qué otra soberanía podemos pretender invocar?

La salud no puede seguir siendo un privilegio reservado para quienes pueden pagarla, ni mucho menos un negocio regulado por intereses que han convertido el sufrimiento humano en oportunidad, y la necesidad en botín. No puede el mundo declararse civilizado cuando un niño sigue enfermo por el arbitrario de una patente blindada; cuando una madre muere en parto por la falta de lo más elemental; cuando una comunidad entera ha sido privada de un derecho tan básico como lo es el de no padecer por lo que ya es curable; cuando existen los hospitales, pero no se consigue ser atendido.

Lo que en otros tiempos fue presentado bajo el nombre inocente de “ajuste estructural”, ha terminado por convertirse en una enfermedad estructural: pueblos sin clínicas, clínicas sin médicos, médicos sin medicinas. Así se rompió el pacto social. Y ante esta tragedia, ¿qué se nos ofrece? Austeridad dictada por instituciones financieras lejanas, sin rostro y sin alma, o caridad filantrópica, que disfraza de generosidad lo que no es más que gestión del despojo.

Lo decimos con la mayor claridad: la Tercera Vía de Desarrollo no será real—ni posible—si no se funda sobre la existencia de sistemas de salud soberanos, gratuitos, universales y de calidad. La tarea es ineludible: construir sistemas concebidos no para obedecer a los dictados de las farmacéuticas ni al lucro de las aseguradoras, sino para proteger al ser humano, al mundo tan frágil como grande que cada uno custodia. Porque si ni siquiera una pandemia global logró derribar la fortaleza del lucro, entonces ¿qué esperanza puede albergarse sin ruptura?

Y por ello debemos declarar, sin ambigüedad ni eufemismo, una guerra total contra la injusticia sanitaria. Porque no habrá justicia sin confrontación a los intereses económicos de las grandes farmacéuticas.

Necesitamos hospitales construidos con nuestras propias manos, profesionales de la salud formados con nuestras propias mentes, medicinas producidas con nuestras propias ciencias. Pero más aún, se trata no solo de curar, sino de prevenir; no solo de garantizar acceso, sino calidad; no solo de tratar al individuo, sino de reconocer también la interconexión vital de la salud pública con el entorno—flora y fauna.

Porque no puede reducirse la salud de un Pueblo a la sola presencia de hospitales, ni medirla únicamente por la ausencia de enfermedades. La salud verdadera, aquella que dignifica y sostiene a una Nación, se cimienta en las condiciones estructurales que permiten a los seres humanos desplegar plenamente su existencia: cuerpo, mente y espíritu en armonía con su entorno. Está entrelazada con los suelos que pisamos, con el agua que bebemos, con el aire que respiramos, con los alimentos que cultivamos. No podemos garantizar la salud pública si permitimos la devastación de nuestros ecosistemas, si no reconocemos que la vida humana depende también de la flora que nutre y de la fauna que equilibra. La medicina del mañana—si ha de ser justa—será necesariamente ecológica también.

Porque toda nación que no garantiza la vida no puede aspirar a llamarse libre. Y nosotros no nos conformamos con la independencia simbólica ni con la retórica vacía: aspiramos a la libertad concreta, encarnada en cuerpos que no mueran de olvido, que no enfermen por abandono, que no sufran por el lucro de unos pocos. Cada cuerpo sano será más que una victoria íntima: será una trinchera ganada al sistema de la muerte.

Ese será el fundamento ético de nuestra construcción. Sin él, todo lo demás será humo.

Soberanía Alimentaria: Nutrir y Emancipar

Se revela con toda nitidez una verdad elemental, tantas veces ignorada: la salud no es separable de la alimentación, ni la alimentación es ajena a la soberanía. La forma en que cultivamos la tierra, el destino que damos a nuestros alimentos, el modelo de producción que aceptamos o rechazamos, todo ello incide directamente en la posibilidad de vivir con plenitud. Allí donde el suelo es maltratado, el cuerpo humano enferma. Allí donde los saberes agrícolas son marginados, se debilita el tejido social. Allí donde el alimento se convierte en mercancía sometida a bolsas extranjeras, el derecho a la vida es puesto en entredicho.

Por ello resulta inaplazable una transición hacia una agricultura sostenible, profundamente enraizada en nuestras realidades, nuestras memorias y nuestras necesidades. No aquella que se diseña para servir a monocultivos de exportación cuyo valor se decide en mercados lejanos y volátiles, sino aquella que, con vocación soberana, ponga en el centro la nutrición de nuestros Pueblos, el cuidado de nuestros suelos y la vitalidad de nuestras comunidades rurales.

Necesitamos una agricultura que regenere en lugar de degradar. Que no silencie los saberes transmitidos por generaciones, sino que los conjugue con las posibilidades que brinda la técnica contemporánea. Una agricultura que dignifique a quienes trabajan la tierra, y no los subordine a cadenas productivas que sólo favorecen al capital transnacional. Porque allí donde se pierde el respeto por la agricultura, se pierde también el vínculo entre el ser humano y la tierra—que es vida—que lo sostiene.

La soberanía alimentaria, concebida incluso desde una mirada regional y complementaria entre nuestras Naciones, no es un gesto de nostalgia ni una consigna proteccionista. Es una necesidad ética y estratégica. Garantizar a cada persona el acceso a alimentos sanos, diversos y culturalmente significativos, es garantizar la vida misma, es afirmar que nadie será libre si no puede comer bien, si ello puede desvanecer al ocurrir una guerra en Europa.

Y hay más: al sustituir importaciones que obedecen a patrones de consumo ajenos, al recuperar cosechas abandonas por la lógica de la exportación, no solo sanaremos cuerpos, sino también nuestras economías. Reduciremos la hemorragia constante de nuestras reservas en divisas. Reactivaremos la economía rural, frenaremos el éxodo hacia ciudades saturadas, y comenzaremos a tejer un nuevo pacto social. El campo dejará de ser sinónimo de carencia para convertirse en espacio de oportunidades.

Emergerán así nuevas cadenas de valor, tejidas en torno a industrias alimentarias saludables y sostenibles, capaces de transformar nuestros productos sin comprometer la salud de quienes los consumen ni los equilibrios de los ecosistemas que los nutren. Esta sinergia entre tierra e industria, entre tradición e innovación, entre ecología y economía, abrirá las puertas a un desarrollo verdaderamente endógeno.

Porque no se trata solo de sembrar alimentos: se trata de sembrar futuro. De cultivar la tierra no como quien explota, sino como quien acompaña un proceso de vida. No para engordar las ganancias de unas pocas corporaciones, sino para que florezca la existencia de muchos. No al nombre del rendimiento que devasta, sino de un porvenir que cuida, que nutre y que honra.

Y en esa noble empresa, la agricultura vuelve a ocupar el lugar que nunca debió perder: no como apéndice subordinado de la economía global, sino como columna vertebral de la soberanía y de la salud nacional. Y quien no comprenda esta verdad elemental, difícilmente podrá hablar en nombre de los Pueblos, ni mucho menos de su bienestar.

Soberanía Energética: Autonomía y Futuro

Sería una contradicción profunda—y un acto de irresponsabilidad histórica—proclamar la sostenibilidad como eje orientador de nuestra tan anhelada Tercera Vía de Desarrollo, sin acompañarla de un proyecto claro, ambicioso y coherente que asegure, de una vez por todas, la soberanía energética de nuestras Naciones.

Y esta soberanía no puede basarse ya en las fuentes del ayer, aquellas que han dejado tras de sí paisajes desolados, mares contaminados y cielos envenenados. Debe fundarse en las energías que anuncian el porvenir: limpias, renovables, nuestras.

La persistente dependencia de los combustibles fósiles no sólo erosiona los cimientos ecológicos de nuestra casa común; también somete nuestras economías al capricho de un mercado global exógeno, inestable, especulativo. Esta fragilidad estructural—demasiado tolerada—no es una abstracción técnica: tiene consecuencias concretas y dolorosas. Alimenta una inflación importada que desborda la capacidad de nuestras instituciones monetarias; reduce los márgenes ya escasos de nuestras industrias nacionales; y condena a millones de ciudadanos del Sur a una precariedad energética que no solo les niega la comodidad, sino que les arrebata la dignidad misma.

Y en medio de esta transición impostergable, surge una pregunta que no podemos—ni debemos—evadir: ¿Qué destino les espera a nuestros países productores de petróleo? ¿Estarán condenados a perder lo que ayer fue su fuerza? ¿Serán dejados atrás en nombre de un futuro que no los incluye?

¡De ningún modo! La revolución energética que se avecina no es una sentencia de desaparición para nuestros países petroleros, sino una invitación a su transformación más profunda. No es el ocaso de su relevancia, sino el amanecer de una nueva etapa, en la que dejarán de exportar crudo como materia prima para convertirse en Naciones capaces de producir—con inteligencia, con visión, con autonomía—bienes derivados de alto valor agregado. Porque el recurso que no se transforma, subordina; pero el que se industrializa, emancipa.

Así, el camino hacia la soberanía energética no será un sacrificio de unos en beneficio de otros, sino una empresa colectiva, en la que todos ganen en sostenibilidad, en resiliencia y en destino. Y solo será posible si el Sur no se limita a adaptarse a la agenda de otros, sino que traza la suya propia, en diálogo con la ciencia, con la tecnología y con sus propias aspiraciones.

Por ello, no basta con proclamar nuestra adhesión a las energías renovables si seguimos dependiendo de tecnologías importadas que perpetúan nuestra subordinación. Es urgente tomar conciencia de que muchos de nuestros territorios del Sur albergan los minerales estratégicos—como el cobalto, el litio y el níquel—indispensables para la transición energética global. El cobalto, por ejemplo, esencial en las baterías de ion-litio que alimentan los vehículos eléctricos del mañana, es extraído mayoritariamente de las tierras de la RDC, bajo condiciones que con frecuencia vulneran la dignidad humana y saquean la prosperidad material de nuestros Pueblos. Por tanto, nuestra soberanía energética—y su dimensión verdaderamente sostenible—no podrá alcanzarse sin un plan firme y visionario de industrialización que convierta nuestras riquezas minerales en oportunidades para el desarrollo autónomo. Este camino no solo reducirá el costo de la energía al evitar la importación de tecnologías onerosas, sino que transformará nuestras reservas en fuente legítima de prosperidad, asegurando que la transición hacia la sostenibilidad planetaria no sea una nueva forma de colonialismo disfrazado, sino una afirmación tangible de soberanía energética, tecnológica, y económica.

Soberanía Económica: Del Extractivismo al Valor

Todo esto nos conduce, de manera inevitable, al imperativo histórico de la industrialización de alto valor agregado como pilar imprescindible de nuestro desarrollo económico. Nuestros países del Gran Sur, en su mayoría, siguen atrapados en un patrón económico que no hemos diseñado, pero que continúa condicionando nuestro destino: exportadores netos de materias primas o productos intermedios; importadores netos de bienes manufacturados. Las estructuras de la economía colonial no han sido abolidas, solo se han disfrazado. Se nos cedió la independencia política, pero se nos negó la soberanía autentica.

El café encarna la paradoja dolorosa. Ese fruto universal, consumido en cada rincón del planeta, pero que tiene una raíz inequívocamente meridional: crece únicamente en los suelos del Sur—en América Latina y el Caribe, en África, en Asia. Sin embargo, al observar los diez mayores exportadores del mundo, descubrimos que cuatro de ellos no albergan ni un solo cafeto—Francia, Italia, Suiza y Alemania. No cultivan café, pero lo exportan procesado a precios que multiplican exponencialmente el valor de nuestros granos crudos. Mientras Etiopía, Yemen, Vietnam o Colombia siguen exportando sacos de grano verde a menos de tres dólares—precio que tiene el mérito de ser fair trade—, esos países venden cápsulas aromatizadas a cuarenta.

Y aún así, seguimos celebrando la exportación como sinónimo de éxito, incluso cuando en nuestras propias casas presidenciales—en tierras bendecidas por los mejores granos del mundo—se me ha servido café soluble importado. Esta no es una anécdota; es un retrato.

Lo dicho en el caso del café se aplica con igual fuerza al cacao, al algodón, al azúcar, y también a los minerales estratégicos que hoy sostienen la transición energética mundial. Sin litio, sin cobalto, sin níquel—todos hallados en nuestros territorios—no existirían los paneles solares, las baterías, ni los autos eléctricos que se proclaman como el rostro limpio del futuro. Y, sin embargo, seguimos exportando toneladas sin bandera, mientras importamos dispositivos que nos los devuelven con valor agregado.

Por eso somos inequívocos ahora: ya no basta con producir. La verdadera soberanía económica no se proclama—se construye. Se edifica en plantas que procesan lo que antes se exportaba en bruto. Se afirma en instalaciones que tuestan nuestro café, fábricas de cápsulas, en formaciones técnicas de mezcla y de maestros catadores. No basta con tener empresas que extraen: necesitamos industrias que transformen. Requerimos centros que conviertan nuestros minerales en componentes tecnológicos, no bodegas de carga nada más. Necesitamos fábricas textiles que vistan a nuestros Pueblos con el mismo algodón que brota de sus campos. Urge tener centros científicos que elaboren tratamientos y vacunas para nuestras enfermedades endémicas, no seguir importando medicamentos a precios que vacían los bolsillos públicos.

Nada de esto será posible sin una política industrial clara, articulada, sostenida. Una política que no persiga únicamente un crecimiento abstracto, reducido a porcentajes macroeconómicos que rara vez descienden al suelo donde camina el Pueblo, sino una transformación real de nuestras estructuras productivas. Esto requiere estrategia, pero también voluntad. Requiere inversiones, pero sobre todo visión.

Y será, también, una fuente poderosa de integración regional. Porque el país productor no siempre dispone del nitrógeno requerido para preservar la calidad del café tostado, ni del aluminio necesario para fabricar las capsulas, pero sus vecinos, tal vez, sí. Así se teje un nuevo tipo de integración: no impuesta desde arriba por acuerdos políticos abstractos, sino nacida desde del interés mutuo, de la necesidad compartida, del ingenio colectivo. Una integración funcional, económica, solidaria, que no se limite a proclamas diplomáticas, sino que se arraigue en cadenas de valor regionales, en la coordinación de capacidades, en la construcción conjunta de soberanía.

Pero por ello, sobre todo, se exige una ruptura con la resignación.

Hay que negarse a seguir caminando sobre la cabeza—como dirían los franceses—y comenzar a andar sobre nuestros propios pies, hacia el destino que habremos elegido.

El futuro del Gran Sur no se extraerá. Se construirá con el sudor de nuestros esfuerzos, canalizados por la visión que nos unirá.

Soberanía Infraestructural: Tejer Territorios, Unir Destinos

Sin embargo, ¿de qué sirve disertar sobre la necesidad de una industrialización de alto valor agregado, si nuestro comercio permanece asfixiado por la falta de conectividad? Hablar de transformación productiva en tales condiciones sería un ejercicio vacío de sofística, una elocuencia sin consecuencia. Nada ganamos con producir café tostado, algodón tejido, cacao hecho barras de chocolate o minerales estratégicos refinados, si no podemos hacerlos circular entre nuestras propias Naciones.

Debemos, por tanto, abrir decididamente los mercados del Sur a los productos del Sur, y ello exige, con urgencia, inversiones concretas y sostenidas en infraestructuras que no solo unan geografías, sino también destinos. ¿Hasta cuándo sostendremos la lógica perversa que hace más fácil viajar al Norte que visitar a nuestros propios vecinos? ¿Con qué autoridad hablamos de cooperación cuando un latinoamericano debe atravesar Europa para llegar a África, o cuando un comerciante africano pierde días enteros en trámites fronterizos que no fueron pensados ni para la economía ni para el ser humano? No puede hablarse en serio de integración, ni siquiera de cooperación elemental, sin la infraestructura que la haga posible.

Necesitamos carreteras que unan pueblos, no solo capitales; puertos que conecten continentes, no que sirvan solo de peaje; trenes que crucen nuestras fronteras como hilos que tejen Naciones; y aeropuertos que no sean terminales de salida hacia el Norte, sino puntos de conexión para los Pueblos. Es hora de que nuestras propias manos construyan las rutas que nos liberen de la dependencia comercial, y que nuestras voluntades forjen las alianzas necesarias para alcanzar una verdadera integración.

Pero esta integración debe también cuestionar otra hegemonía: la de nuestros propios Nortes en el Sur—nuestras capitales saturadas y nuestros centros urbanos hipertrofiados, que concentran riqueza y oportunidades mientras nuestras zonas rurales languidecen en la marginalidad. Debemos, por tanto, emprender políticas decididas de descentralización, acompañadas de inversiones públicas que multipliquen las oportunidades donde hoy hay solo abandono.

Porque cada kilómetro de carretera construido es una derrota infligida a la desigualdad; cada puente levantado es una promesa cumplida de autodeterminación; cada puerto habilitado es una ventana abierta al comercio justo; y cada aeropuerto que recibe vuelos de otras regiones del Sur es una puerta que se abre a una cooperación auténtica entre los Pueblos.

Estos sectores son no solo pertinentes, sino absolutamente críticos para la consolidación de una Tercera Vía de Desarrollo, y vitales—sin exageración alguna—para el porvenir del Gran Sur. Por cada uno de ellos se abren, hoy mismo, caminos posibles que no sólo podrían emprenderse, sino que deben ser emprendidos sin demora, con ambición y valentía. Las iniciativas concebibles en estos frentes superan ampliamente las que, con todo empeño, logré esbozar en el Programa Común de la Organización para el bienio 2025–2026.

La visión nuestra, insisto, rebasa los contornos de nuestra institucionalidad. No hay en ello abandono, sino superación—lo que empezó a gestarse hace tantos años ya no cabe en lo que lo contuvo, porque si bien la Organización ha sido y sigue siendo un vehículo útil, el proyecto que hoy nos interpela no pertenece a estructura alguna: pertenece a los Pueblos, y al destino que ellos estén dispuestos a forjar.

En este intersticio geopolítico que se abre ante nosotros—tan frágil como fecundo—no podemos limitarnos a administrar lo que existe. Nos corresponde, en cambio, construir colectivos reales y comprometidos en torno a un proyecto común de transformación. Y mientras en el pasado conocimos colectivos que asfixiaron al individuo, y hoy vivimos la era del individuo que pisotea al colectivo, el mañana debe pertenecer a los colectivos compuestos por individuos—aquellos que equilibran y armonizan los deberes y los derechos tanto del uno como del otro. Pero tal empresa nos exige, como primer acto, centrar nuestras estrategias en el fomento de una participación auténtica, activa y significativa de todos los sectores—como los actores, y no solo los beneficiarios, del desempeño.

Nuestros Pueblos están dispuesto a cargar con el peso de esta colosal construcción, pero exigen estructuras que aseguren su participación auténtica, y no meramente simbólica. Porque más allá de la despolitización que se ha impuesto a escala global, en el interior de nuestras propias Naciones hemos despojado a nuestros Pueblos de su condición natural: la de ser sujetos, y no meros objetos; protagonistas, y no simples beneficiarios pasivos de un modelo que rara vez los contempla como parte viva de su propio destino.

¡Qué fatuo sería de enumerar los regímenes que diversos Pueblos del Sur han sufrido a lo largo de las décadas! Tal listado, aunque revelador, no excusaría ni atenuaría la responsabilidad de aquellas democracias occidentales importadas que, en vez de sembrar ciudadanía, promovieron el desencanto, y que, al reducir la política a un procedimiento tecnocrático, contribuyeron a una desvinculación popular cada vez más profunda de los asuntos públicos.

La verdadera democracia no es la apariencia, sino la conciencia. Y politizar—en su sentido más noble y humano—es involucrar al Pueblo en su propio porvenir, en el destino colectivo de la Nación, en el curso mismo de la Historia. Como decía nuestro amigo Frantz, muchos años atrás, politizar no es hablar al, sino con el Pueblo. Es hacerle entender que, si avanzamos, será por su fuerza; y si nos estancamos o retrocedemos, será por su omisión.

No puede considerarse democrática, en ningún sentido profundo, una sociedad que se limite a la formalidad de convocar al voto cada pocos años, como si la soberanía fuera un contrato delegado y no una responsabilidad sagrada y compartida. ¿No hemos visto ya, en los países del Norte, la abstención masiva en las urnas, la lógica del “voto útil”, y con ello, la confesión tácita de que la vida pública se ha vuelto ajena a quienes debieran conducirla? Este fenómeno, ya grave en aquellos contextos, se manifiesta con mayor crudeza aún en nuestros países. ¿De qué sirve el derecho al voto si lo único que garantiza es la continuidad del privilegio de seguir siendo beneficiarios de una miseria administrada?

Cada uno de nuestros Pueblos debe, por tanto, desarrollar sus propias formas de democracia—ya sea adaptando prácticas ancestrales o gestando nuevas fórmulas nacidas de su experiencia y aspiraciones—que vayan más allá del rito electoral y aseguren la participación creativa, constante y sustantiva de todos los ciudadanos en la vida de la Nación. Porque la democracia real no se mide por las formalidades del procedimiento, sino por la vitalidad de la ciudadanía.

E iré más lejos, sin ambages: un Estado monárquico o de partido único que haya sabido construir formas reales, continuas y significativas de participación popular, será más democrático en espíritu y en práctica que una república presidencialista que celebra elecciones sin alma, y cuyos rituales se han vaciado de sentido—que no despierta proyectos, sino que genera fatiga.

Sin embargo, al afirmar y ratificar el imperativo de una participación democrática auténtica, no podemos caer en la trampa de sustituir una forma de dogma por otra. Así como rechazamos la verticalidad absoluta que conduce a la desvinculación, a la alienación y, en su forma más extrema, a la dictadura, también debemos desconfiar de la horizontalidad dogmática que, bajo el velo de la igualdad, termina paralizando todo avance. Porque no hay politización sin participación, sí, pero tampoco hay transformación sin conducción. Allí donde no hay liderazgo con verticalidad equilibrada, lo que florece no es la libertad, sino el estancamiento; no la deliberación, sino la fragmentación estéril.

La historia nos enseña que los vacíos de dirección, en lugar de garantizar mayor emancipación, muchas veces abren la puerta al retorno de formas autoritarias que se presentan, peligrosamente, como salvadoras del caos. En efecto, donde la verticalidad sin freno desemboca en el culto al líder providencial, la horizontalidad sin propósito desemboca en asambleas infinitas, incapaces de decidir, de construir, de sostener. Y es precisamente en esa impotencia funcional donde el autoritarismo encuentra campo fértil para renacer, disfrazado de eficacia.

Por eso, lo que reclamamos no es la sustitución de un extremo por su opuesto, sino la construcción lucida de un equilibrio maduro: participación auténtica, con raíces en el Pueblo, sí; pero también liderazgo lúcido, con responsabilidad y sentido histórico. No necesitamos salvadores, pero tampoco podemos permitirnos una dispersión sin rumbo, donde cada cual actúe como si bastara con opinar para transformar, como si la voluntad sin estructura bastara para sostener el porvenir.

Necesitamos instituciones participativas, no vitrinas democráticas; conducción política, no mesianismo; deliberación colectiva, no anarquía estancada. Porque solo desde ese equilibrio dinámico puede florecer una democracia que no sea promesa vacía, sino herramienta real de transformación.

Desde una concepción democrática del mundo, nuestros países deben reconocer—no en el plano abstracto, sino con plena conciencia histórica y estratégica—que constituimos la mayoría del planeta. No somos periferia. Somos el Sur, vasto, vivo, presente. Y, sin embargo, nuestras voces siguen siendo tratadas como marginales, representadas simbólicamente para tranquilizar conciencias, o silenciadas por estructuras que nos toleran, pero no nos escuchan.

Si queremos transformar ese orden injusto, si de verdad aspiramos a reformar las instituciones internacionales que han limitado nuestra participación real en la gobernanza global, entonces debemos comenzar por encontrar fuerza en aquello que ha sido, durante demasiado tiempo, el campo de nuestras derrotas: la unidad. Pero no una unidad que imponga uniformidad—pues eso sería negarnos a nosotros mismos—, sino una unidad que se nutra de la diversidad. Una unidad que no tema las diferencias, sino que las transforme en fuerza estratégica, en creatividad política, en ventaja histórica.

Para ello, urge reforzar nuestros mecanismos de integración regionales, liberándolos de la carga de una politización ideológica excesiva que no esclarece, sino que paraliza. Así como lo que nos reclama este tiempo es la capacidad de construir posiciones verdaderamente comunes—no compromisos diluidos, no fórmulas insípidas, no simulacros de consenso, sino voluntades conjuntas que puedan transformar el orden y no solo comentarlo.

Así surge una de las convicciones que sostienen nuestra causa: el Sur no se construirá solo con esfuerzos y recursos, sino también con vínculos. La cooperación Sur-Sur no puede seguir siendo una declaración diplomática: es el nervio moral y estratégico de un proyecto histórico. Porque, aunque nuestras lenguas, culturas, historias e incluso ideologías sean extremadamente diversas, los Pueblos del Sur enfrentan desafíos que son sistémicos, sistemáticos, y comunes. De ahí que nuestras respuestas no puedan ser fragmentadas. Allí donde hay heridas parecidas, debe haber una cura solidaria. Donde hay aspiraciones paralelas, debe haber caminos que se crucen.

En este sentido, la integración regional no es un suplemento opcional: es la forma más intensa de la cooperación entre iguales. Las regiones del Sur no solo comparten condiciones materiales; comparten trayectorias de lucha, desafíos, y aspiraciones. Por eso, lo que da sentido a la cooperación Sur-Sur, se profundiza, se concentra, se hace urgente en la escala regional.

Pero la integración no es solo un imperativo ético: es también una necesidad práctica. Porque si afirmamos, como lo hacemos, que el desarrollo debe ser endógeno, debemos también reconocer que la autonomía absoluta—la autosuficiencia total—es una ilusión. Ningún país puede hacerlo todo solo. Ningún Pueblo puede sostenerse sin aliados. Allí donde la autosuficiencia nacional no alcanza, debe surgir la autonomía colectiva. Y no como una renuncia, sino como una expansión: mancomunar recursos, articular capacidades, combinar inteligencias. En ello no hay pérdida de soberanía, sino multiplicación de posibilidades.

La integración regional, entonces, no se limita a la economía: también puede—y debe—ser cultural. Hay obstáculos que no son visibles a primera vista, pero que lastiman profundamente. En el mundo árabe, por ejemplo, una palabra como transdisciplinariedad carece de traducción estable. Cada autor, cada académico, cada traductor improvisa su fórmula. Así, un investigador palestino quizás nunca encuentre el artículo de su colega marroquí, aunque compartan el mismo idioma, el mismo interés y hasta la misma idea. La fragmentación lingüística se convierte, entonces, en barrera epistémica, en freno para la colaboración, en aislamiento del pensamiento.

Este problema no se resolverá con esfuerzos individuales o nacionales. Hace falta una respuesta colectiva: una academia lingüística regional, una institución intergubernamental donde los escritores, investigadores e intelectuales de nuestras Naciones árabes puedan encontrarse, armonizar significados y crear juntos los términos del futuro. Un espacio donde nuestras lenguas vivan, evolucionen, se atrevan al siglo XXI sin perder su lógica interna ni su alma milenaria. Esta sería una forma ejemplar de integración regional que no depende de la politiquería, pero que, al ser lingüística y cultural, es profundamente política.

Porque todo empeño que busque influir sobre la realidad, aunque no se enmarque en los procesos clásicos, participa de lo político—en el sentido noble de un proyecto colectivo. Y es desde esa comprensión amplia que reafirmamos dos fundamentos esenciales para la integración regional: el primero, que las razones que hacen deseable y urgente la cooperación Sur-Sur se intensifican a nivel regional; el segundo, que la soberanía plena no se alcanzará en soledad, sino en comunidad.

Pero la integración verdadera no puede construirse sobre la volatilidad de afinidades momentáneas. Necesita arraigo, continuidad, maduración histórica. Y para ello debe fundarse, no solo en acuerdos institucionales, sino en una noción más profunda: la de fundar Pueblo. Como bien señaló Debray: una población es un grupo que comparte un espacio; un Pueblo es una población que ha atravesado el tiempo, heredado una memoria, y custodia una promesa de porvenir. Si queremos integración dentro de nuestras regiones, necesitamos fundar Pueblos en sentido pleno, lo que exige procesos que duren, instituciones estables, vínculos que no se rompan al primer cambio de gobierno. La integración no puede seguir siendo un proyecto efímero atado a simpatías ideológicas pasajeras. Necesita raíces que atraviesen los ciclos políticos y den frutos en generaciones futuras.

Apoyándonos en la fuerza de las integraciones regionales—aun por consolidarse—se impone el deber urgente de avanzar hacia la creación de instrumentos meridionales más numerosos, más eficaces, más concretos. Instrumentos que no habiten únicamente los papeles ni los discursos, sino que existan con cuerpo tangible en la vida de nuestros Pueblos. Porque la cooperación Sur-Sur debe encarnarse en estructuras que alimenten el bienestar común y fortalezcan, de forma irreversible, nuestra soberanía colectiva.

La Organización que nos reúne hoy es, sin duda, uno de esos instrumentos. Su consolidación ya no es solo deseable: es necesaria. Pero no debe estar sola. Necesitamos construir más instituciones propias, entre ellas organismos financieros emancipadores que nos liberen de la subsidiaridad que impone la dependencia de divisas ajenas. La relación con el dólar se ha vuelto en una adicción crónica, que condiciona decisiones, hiere presupuestos y posterga el desarrollo autentico.

Nuestro trabajo en curso para hacer operativo el Banco de Desarrollo del Gran Sur en un plazo de dos años representa, sin duda, un paso significativo. Pero no será suficiente. Harán falta más palancas, más engranajes estratégicos que aumenten nuestra capacidad de inversión autónoma, nuestra proyección industrial, nuestra posibilidad de planificar el desarrollo sin pedir permiso. Porque la emancipación no es proclamación: es herramienta.

En paralelo, debemos avanzar hacia una coordinación más profunda y técnicamente interoperable entre nuestras organizaciones regionales y continentales: la CELAC, la Unión Africana, la Liga Árabe, la ASEAN, entre otras. Estas instituciones no deben trabajar como islas, sino como un archipiélago unido por puentes firmes. Porque la integración regional y la cooperación Sur-Sur no son rutas paralelas: son corrientes que convergen, se entrelazan, se refuerzan mutuamente. De esa confluencia nace un río mayor.

Es hora también de organizar nuestras fuerzas por sectores estratégicos. Necesitamos mecanismos de cooperación sectorial robustos, verdaderas “OPEPs del Sur”, que nos permitan actuar con unidad en áreas clave como los minerales críticos. No para monopolizar, sino para transformar. Estas plataformas fortalecerían nuestra capacidad de negociación con los poderes establecidos del comercio y la finanza, estabilizarían nuestros mercados, garantizarían precios justos y, sobre todo, devolverían dignidad a quienes han sido sistemáticamente despojados.

¿Quién puede mirar sin sonrojo al campesino que recibe unas migajas por sus granos de café, mientras las multinacionales y los fondos especulativos multiplican fortunas sobre su esfuerzo?

¡Toda una cadena de valor está por construirse! Y con ella, una prosperidad nueva y sostenible, aún por compartirse.

Solo cuando hayamos consolidado estas estructuras—bancos, redes, alianzas, cadenas de valor—estaremos en condiciones de exigir, y no solo de suplicar, la reforma de las instituciones internacionales que siguen funcionando como relicarios de un mundo ya extinguido. Ninguna es más simbólica en su desequilibrio que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. ¿Cómo justificar, a esta altura de la Historia, que cinco países—de los cuales solo uno pertenece al Sur—puedan vetar las decisiones más urgentes de la Humanidad? ¿Qué lógica permite que el poder de anular la esperanza esté concentrado en tan pocas manos?

Si, como se argumenta, debe existir un cuerpo reducido para actuar con agilidad ante amenazas a la paz, que ese cuerpo sea al menos representativo del mundo tal como es, no del mundo tal como fue. Que haya un escaño para la Unión Africana, otro para la Liga Árabe, uno para la CELAC, otro para ASEAN, otro para la Unión Europea. Y si debe mantenerse cierta representación de potencias históricas, que sea bajo criterios objetivos y transparentes—que retengan sus asientos nuestro Craso moderno y China—, y entonces que se abra también el espacio a países como la India.

Pero no basta con redibujar la arquitectura internacional. Hay que tejer también los hilos invisibles, pero vivos, que vinculan nuestras sociedades. Necesitamos redes de intercambio entre nuestros científicos, artistas, pensadores, sindicatos, cooperativas, círculos juveniles, comunidades. Porque los lazos entre Pueblos son más sólidos que los acuerdos entre gobiernos—son más duraderos, más resistentes, más verdaderos.

Debemos también vincular estos movimientos de transformación meridionales con sus contrapartes en el Norte, allí donde las condiciones sean propicias, porque el Gran Sur no es solamente una geografía: es una condición humana. Es el nombre de una desigualdad estructural. Es la sombra que proyecta toda relación injusta de poder. Allí donde esa sombra existe, dondequiera que exista una dinámica subyacente de injusticia, allí también está el Sur.

El Gran Sur no está llamado al repliegue, sino a reconciliar la Humanidad con la justicia.

Consideradas en su conjunto, estas medidas—todas ellas necesarias, pero ninguna suficiente por sí sola—constituirán la base firme sobre la cual podrá alzarse un nuevo multilateralismo. No uno dictado desde los altos púlpitos del poder ni tolerado como concesión generosa por parte de quienes han dominado hasta hoy, sino un multilateralismo parido como expresión genuina de una comunidad internacional verdadera. Y este nuevo orden habrá de fundarse en tres pilares inmutables: la igualdad entre las partes; la equidad en las relaciones; y la solidaridad, no como favor vertical, sino como práctica horizontal.

Y en este contexto de incertidumbre, resulta revelador que incluso las murallas de la alianza transatlántica comiencen a mostrar fisuras. Cierto es que estas grietas no bastan por sí solas para inaugurar una era nueva; pero constituyen, sin duda, una ventana que se entreabre, una fisura por la cual puede colarse la luz de otra posibilidad. Y si hemos aprendido algo de nuestra larga historia de exclusión, es que incluso las aperturas más breves deben ser aprovechadas con visión y con vigor.

La Unión Europea—desencantada por la inconstancia y la deriva errática que ha caracterizado la política de los Estados Unidos—se encuentra hoy ante una encrucijada que no puede eludir. O bien prosigue en una lógica de repliegue proteccionista; o bien asume un compromiso renovado con el resto del mundo, con aquellos a quienes durante demasiado tiempo consideró periferia. Y quiero creer que el imperativo del interés económico, si no aún las convicciones morales, la empujarán hacia ese segundo camino.

Ante esta posible inflexión, el Gran Sur deberá actuar con claridad estratégica y firmeza de propósito. Debe acoger todo interés sincero en estrechar lazos. Porque lo nuestro no ha sido nunca un proyecto de oposición primitiva ni de rechazo ciego al Occidente. No nos definimos por lo que negamos, sino por lo que afirmamos. Nuestra causa no nace como eco de un resentimiento histórico, sino de una visión humanista, anclada en las aspiraciones de nuestros Pueblos: su derecho a la autodeterminación, su anhelo de bienestar compartido y su voluntad de convivir en justicia con el resto del mundo.

Pero todo acercamiento, si ha de ser fructífero y sostenible, deberá comenzar por un reinicio honesto de la relación. No con gestos simbólicos, ni con subsidiaridad disfrazada de cooperación, sino con una redefinición profunda de los vínculos, orientada a construir asociaciones mutuamente beneficiosas, basadas en el respeto, la simetría y la alineación con nuestras prioridades soberanas.

Y eso no ocurrirá por azar. Ni por el vaivén caprichoso de iniciativas bilaterales aisladas. Solo una coordinación Sur-Sur, deliberada y estratégicamente orquestada, podrá articular esa voz común que transforme el interés externo en oportunidades compartidas, y la coyuntura en camino. Porque si no estamos preparados para hablar con una sola voz, otros hablarán por nosotros. Y si no trazamos nuestra agenda, seremos incluidos—una vez más—en la agenda de otros.

La historia no concede lugar a quienes vacilan. Es tiempo de avanzar, con claridad, con decoro y con unidad.

En el marco de este panorama amplio y exigente, la Organización—con los límites y las posibilidades de su mandato—tiene, sin lugar a dudas, un papel crucial que desempeñar. Es, y seguirá siendo, una herramienta valiosa. Pero como todo instrumento, no debe confundirse con la totalidad del proyecto. La Secretaría, por más comprometida que esté, no puede—y aun si pudiera, no debería—cargar sola con el peso del proceso. No le corresponde arrastrar el vehículo de la Historia ni sustituir la voluntad colectiva que debe darle dirección y empuje. La responsabilidad de actuar no puede seguir siendo delegada: hay una necesidad imperiosa de que nuestros propios países asuman un liderazgo más activo, más decidido, más coherente.

Mucho queda por hacer. Y no será suficiente con la acción institucional si no va acompañada del empuje popular. Por eso insisto en el papel insustituible de los movimientos sociales de base. Porque al enfocarnos en el Pueblo, tal como se debe, no podemos caer en la tentación de tratarlo como abstracción pasiva, como masa homogénea e inerte que espera ser despertada desde arriba. Muchos ya están en marcha. Muchos no esperan permiso. Cada día encuentro más señales de que algo profundo está germinando fuera de los focos y más allá de los esquemas tradicionales.

La visión que se ha gestado y que hemos venido perfilando—y que tantas veces he reiterado—trasciende por mucho los contornos de cualquier institución. Porque el futuro del Gran Sur no será decretado desde despachos, ni surgirá por acumulación de informes. Por ello, y no me cansaré de repetirlo: el futuro del Gran Sur depende enteramente de la participación genuina de nuestros Pueblos.  El destino del Sur solo se construirá con la participación genuina, consciente y organizada de sus Pueblos. No habrá transformación que valga si no es con ellos, por ellos, y desde ellos.

Nuestros países no carecen ni de brillantez, ni de voluntad, ni de iniciativas. Lo que enfrentamos no es un desierto de talento, sino una desconexión persistente: una fractura entre la energía fecunda de nuestras bases y la arquitectura política que debería canalizarla. Solo nos hace falta la visión que una, y brindar los mecanismos colaborativos de participación y construcción conjunta. Lo demás, se volverá Historia.

El ocaso de un orden moribundo, que ya no convence ni a sus propios arquitectos, es ahora certidumbre. Aquellos que nos dictaban cátedra desde sus púlpitos seguros, hoy tambalean en sus propias estructuras. No comprendieron a tiempo que sus imperios se desmoronaban por dentro, carcomidos por sus propias contradicciones. Durante demasiado tiempo, el Sur fue tratado como almacén de recursos y vertedero de crisis. Pero ese mismo Sur—explotado, saqueado, silenciado—no está llamado a ser sepulturero de un orden agónico. No queremos administrar ruinas: queremos levantar lo nuevo. Donde ellos gestionan decadencia, nosotros sembramos futuro. Con todos, por todos y para todos—en el Sur como en el Norte.

Pero si queremos que el Gran Sur deje de ser una categoría económica sin carne, o una consigna geopolítica sin alma; si queremos que se convierta en identidad política, en fuerza tectónica, en causa histórica en movimiento, entonces debemos alcanzar la unión en la diversidad y la movilización en la solidaridad. Pero, sobre todo, debemos reconquistar algo aún más fundamental: nuestra capacidad colectiva de soñar.

Sí, soñar. Porque en la dictadura de la tecnocracia, el simple hecho de soñar se convierte en un gesto profundamente revolucionario. No puede haber transformación sin antes haber tenido la valentía de imaginar el mundo que queremos ver nacer. Sé que no faltarán quienes, derrotados por el desencanto amargo o atrapados en el cinismo y escepticismo, vean en lo aquí expuesto un banquete desmesurado de aspiraciones, un desbordamiento de propósitos. Pero pregunto: ¿cuál es la alternativa? ¿Qué opción nos queda? ¿Proseguir en la inercia? ¿Resignarnos a lo impuesto sin protesta? ¿Rendirnos sin ofrecer resistencia, o contentarnos con las luchas y las conquistas de quienes nos precedieron y se negaron la cobardía? ¿Debemos acaso considerar como destino inevitable el sufrimiento, la miseria y la injusticia, solo porque la tarea es ardua y la victoria incierta? ¿O habremos de deambular sin rumbo, como somnámbulos temerosos de enfrentar la época que les ha tocado vivir?

A quienes así piensan, les digo: ¡Sueñen! Y háganlo con la furia serena de la justicia. ¡Sueñen alto! Con los ojos abiertos y los pies bien puestos sobre la tierra. Y si no pueden, si no quieren, si les falta el aliento o el valor, entonces al menos no estorben, y que se aparten. Pues hay muchos otros quienes seguirán avanzando, con el coraje, al mirar lo que hoy parece imposible, de resolver enfrentarlo.

Y que no se me atribuya la pretensión de encabezar tan magna y vasta empresa. No lo ambiciono, ni me corresponde. Mi propósito es otro, más modesto, pero no menos urgente—decirles lo siguiente:

¡Despierten ya! No más pretextos disfrazados de cautelosa racionalidad. ¡Pónganse en pie! No más inmovilismos revestidos de realismo. ¡Actúen! Basta ya de quejas que solo prolongan la parálisis y de esa pereza que se disfraza de sensatez. ¡Sumen su esfuerzo! ¡Contribuyan! ¡Obren! Porque quien se niega a actuar, será arrastrado por la determinación de quienes sí han resuelto caminar.

Y si por eso se me dice necio, lo acepto con honor.